La vieja escuela está agonizando, se resiste a morir y a resucitar en otra corporalidad. Parece no darse cuenta de que ni la hiperconexión ni las clases monólogo sirven para transmitir conocimientos.
La educación en su mayoría, tanto pública como privada sigue enfrascada en el discurso de tarea-evaluación. Los docentes tienen la consigna a raja tabla de llevar a cabo todos los contenidos del acertado Currículo Nacional, dejando en segundo plano a la pandemia, que es solo una de las tragedias mundiales por las que atravesamos.
Cada mañana soy testigo de las actividades académicas de mi hijo. Desde las 8:30 a. m. hasta la 1 o 2 pm, dependiendo del día y con espacios de veinte minutos entre clase y clase. El trabajar desde casa me ha permitido acompañar todas sus actividades y analizar a profundidad la práctica docente día a día.
Gratos son los días que tiene clases con miss Pamela Llanto, su tutora, y con el profesor de inglés, Manolo Barrios. Debo decir que, tanto mi hijo como yo, no los conocemos personalmente, pero a través su forma de ser, de su carisma, de sus valores, de su forma de expresarse y de su sensibilidad, han hecho que sintamos alegría y confianza en cada una de sus sesiones.
Es que estos maestros entendieron todo, se dieron cuenta de que no están trabajando con maquinitas, están entrando a diversos hogares golpeados por la covid y otras pandemias. Reaccionaron en seco a lo que implica una nueva pedagogía pandémica, esa que no está en ningún libro de texto que estudiaron en la universidad. Esa que les nace día a día con el aprendizaje híbrido basado en la escucha y la empatía.
Desgraciadamente, también hay docentes que creen que enseñar consiste en “vigilar y castigar”; muchas niñas y niños están siendo puestos bajo sospecha, amenazados sistemáticamente y se está instaurando la pedagogía del miedo. Se les dice reiteradamente: “prohibido apagar la cámara durante toda la clase, tengo que estar enterada de todo lo que haces”, “prohibido jugar en clases” -como si lo lúdico tuviera que ser desterrado-, “si hacen muchas bromas voy a hablar con sus papás”, “yo me entero de todo” -parece que se creen dioses omnipotentes, “los puedo sorprender y puedo ir hasta su casa” -también omnipresentes. De terror.
Coleguita, ¿dónde quedó tu motivación, tu recojo de saberes previos, tu situación significativa, tu problematización, tu propósito y organización?
Madres y padres de familia, esa es, grosso modo, la ruta de todo docente. Si no la cumple, ¿qué hacemos?, ¿los desaprobamos? Yo sé que es difícil cumplir tantos roles en el hogar como para también estar presentes, además, en las clases virtuales, pero, démosle la confianza a nuestras hijas e hijos para que nos cuenten si existe algo que los moleste, necesitamos saber si los docentes están haciendo su trabajo de mediadores del saber. Si no, ¿cuál es la diferencia de escuchar una clase repetitiva a explorar la red y encontrar otras formas de aprendizaje con Google o YouTube?
Los peques, sobre todo de primaria, no reaccionan a estas amenazas, tal vez porque las han normalizado, o porque ven a sus profesores como dioses inmortales que nunca se equivocan y que tiene todo el derecho a tenerlos a raya. Nada más falso.
Madres, padres y colegas que me leen, por favor, no permitamos que amenacen a nuestro hijos e hijas, no les demos el poder de castrar sus mentes creativas y libres. El deber de un docente es saber llegar a sus estudiantes con ternura, con amor y con respeto. No tienen el derecho de perturbarlos o estresarlo con trabajos diarios y con amenaza de malas notas.
Como madres y padres tenemos la potestad de involucrarnos en la educación de nuestros menores y podemos cuestionar y proponer en base a los contenidos que les ofrecen cada día. No existen niños aburridos, existen profesores aburridos. Coleguitas, dejemos la investidura acartonada de perfección. Acaso olvidamos que quienes nos enseñan a enseñar son ellos, los niños… Estoy segura de que, si miramos al mundo con ojos de niños, daremos un gran paso hacia la humanización de la educación