Yo aborté a los 21 años, en un consultorio clandestino, con un doctor machista que cuestionó mi sexualidad, y sola, en silencio, solo esperaba que todo terminara para sentirme aliviada, respirar profundo y retomar mi vida.
Yo aborté en un país que criminaliza el aborto, que me trata como delincuente, que me grita asesina e intenta meterme presa, meterme miedo, meterse en mi vida, como si alguien, desde afuera, tuviera que decidir por mí, decidirme por dentro, como si yo no tuviera ningún derecho a hacerlo.
Yo aborté en un país que prefiere que niñas y adolescentes mueran todos los días, porque todos los días abortan mil mujeres, que prefiere que 35 mil adolescentes al año sean madres a la fuerza, que prefiere encadenar a las mujeres a la pobreza antes que dejarlas libres, antes que permitirles autonomía, antes que dejarlas decidir.
Yo aborté en un país que tiene más reparos en un violador que en una niña, y que obliga a esta a ser madre de su hermano, de su sobrino, de su pariente; y que ha naturalizado tanto esta violencia que a pocos les importa denunciar al violador o que vaya preso.
Yo aborté, como millones de mujeres en el mundo, compartiendo la experiencia de miedo y de vergüenza con todas ellas, y hoy no siento ni miedo ni vergüenza, siento un orgullo que me abraza, me hace más fuerte, me señala el camino y me indica cómo vivir: abrazando a mis hermanas que abortan, amándolas, sintiéndome orgullosa de ellas y uniendo mi corazón al suyo.