Dicen que somos hijos e hijas del odio, del rencor, del egoísmo, que nada nos mueve más que la sed de revancha.  No voy a señalar aquí, que venimos solo del amor por el Perú, porque vivimos en este país y lo sufrimos. No voy a apelar a ese falso patriotismo que se alza estos días. Lo cierto es que no vengo aquí cargada solo de amor y buenas intenciones, también me mueve la rabia y la tristeza.

No es posible pedirle a alguien que perdone los crímenes cometidos cuando aún no ha llegado la justicia. ¿Cómo reparar a los miles de familias que aún buscan a los suyos? ¿Cómo hablarle de reconciliación a quienes aún hoy siguen siendo constantemente violentados por el Estado? Pero no es tan solo un tema de memoria. No parece tener sentido hablar de salvar al Perú, cuando muchos sienten que todo está perdido. La pandemia del COVID-19 fue un iceberg contra el que chocó nuestro Titanic, mientras unos pocos disfrutaban de las comodidades de viajar en primera clase, otros tantos convivían hacinados, sintiendo el frío o haciendo andar el barco. Solo se salvaron los que pudieron coger un bote, el resto de nosotros sin salvavidas nos hemos quedado en el barco, mientras se hunde y nos piden que no hagamos nada, que mantengamos las cosas como están fingiendo que no estamos en un punto sin retorno.

Décadas de bonanza, de darle vivas al modelo económico sin políticas de redistribución de la riqueza. Décadas de olvido, de violencia, de indiferencia, de injustica. Décadas de ver cómo el país se convirtió en el botín de una organización criminal con comportamiento similar a la gangrena, avanza y va matando los tejidos.

Es imposible hablar de democracia cuando el dueño de una empresa reúne a sus trabajadores para amenazarlos con ceses colectivos si gana Pedro Castillo o si un canal de televisión manipula las noticias para favorecer a una candidata presidencial botando a la basura años de lucha por la libertad de expresión, en un país donde los discursos de odio parecen ser mejor aceptados que las justas reivindicaciones de las organizaciones sociales.

El fujimorismo no es solo Alberto Fujimori en los noventa, es Keiko Fujimori, los grandes grupos empresariales y los dueños de los medios de prensa llenando nuestras vidas de noticias falsas, titulares tendenciosos e incentivando al miedo. Ellos se dicen a sí mismo la democracia, sin embargo, es evidente que no la representan.