Han pasado nueve días de los asesinatos de Inti Sotelo Camargo y Jack Bryan Pintado Sánchez por efectivos policiales dirigidos en una cadena de mando que llega hasta quien ocupaba el cargo de ministro del Interior, Gastón Rodríguez, pasando por el Director General encargado Jorge Lam, quien anteriormente fue director territorial de la PNP en Huánuco. Ellos son, además, responsables de lesiones en al menos 102 personas, de las que 63 requirieron hospitalización, incluyendo un joven que podría quedar paralizado de por vida. Y sin embargo, no tenemos noticia de ni siquiera una suspensión del servicio de ningún efectivo policial o de la inhabilitación ni de dicho ministro ni de ningún otro del gabinete de facto. Es cierto que el Ministerio Público ha iniciado investigaciones penales, pero estas suelen demorar años antes de terminar en condenas, si es que llegan hasta ese punto.

De otro lado, después de una larga espera, el Tribunal Constitucional resolvió no decir nada respecto de la interpretación de la Constitución que debería detener el uso, por una mayoría de congresistas, de la figura de vacancia por incapacidad moral para fines de rompimiento del principio de separación de poderes, base de cualquier democracia.

Ambas situaciones expresan el alto nivel de impunidad en que actúan quiénes deberían servir a las personas en nuestro país. Impunidad funcionarial en un caso, impunidad política en otro. Impunidades que incentivan todo tipo de incumplimiento de deberes y violaciones de derechos.

Por ello, si en algo hemos coincidido todas las personas que vivimos en Perú, es en que no podemos seguir bajo reglas y principios que favorecen la impunidad, y con ella, el mal servicio, la corrupción y el abuso tanto en situaciones dramáticas como las que acabamos de vivir, como en otras más cotidianas, como la mera no atención en servicios esenciales o simplemente el no contestar en servicios de atención remota.

En ese acuerdo universal, diferimos en qué normas cambiar y cómo hacerlo. Algunos creen que basta con más reformas parciales a la Constitución Política. Otros consideramos que se requiere una nueva Constitución, en donde se mantengan aquellas normas que sí han funcionado para regular las relaciones de poder entre las personas, entre ellas y las entidades del Estado y entre estas entidades.

Pues de eso se trata la Constitución, de los principios y reglas que rigen el poder jurídico en una sociedad. Y que se expresan de un lado en derechos fundamentales de todas las personas, dándole contenidos concretos a los poderes ciudadanos, y de otro lado, en los poderes o competencias de las entidades del Estado. Complementariamente, se espera que una Constitución también fije los deberes fundamentales de los ciudadanos y ciudadanas, las obligaciones de las entidades públicas, y las consecuencias de los respectivos incumplimientos.

Pero si revisamos la Constitución del 93, vigente aunque con 41 modificaciones en sus 222 artículos (contando las 16 disposiciones finales y complementarias), no encontraremos claridad sobre las responsabilidades ni de los ciudadanos que abusan de sus poderes fácticos, ni de los servidores que incumplen sus obligaciones. Y estas omisiones son la base del clima de impunidad ante los abusos de poder que sufrimos u observamos día a día en diferentes situaciones. Es cierto que hay normas legales y reglamentarias que establecen responsabilidades, pero en caminos engorrosos para los ciudadanos que sufren de dichos abusos.

Garantizar efectivamente los derechos fundamentales de toda persona pasa por precisar vías inmediatas y sencillas para hacer efectivas las responsabilidades de quiénes tienen poder. Fijándolas en la Constitución del Bicentenario, haremos realidad, en la práctica, la idea de democracia como poder del pueblo. Nos lo merecemos.