José Enrique Escardó, quien viene denunciando los abusos del Sodalicio desde hace varios años, contó una experiencia traumática con el actual arzobispo de Piura y Tumbes José Antonio Eguren, quien le acaba de ganar un juicio por difamación al periodista Pedro Salinas.

Esta es la historia:

“Hoy, el periodista Pedro Salinas fue sentenciado por “difamar” al arzobispo sodálite de Tumbes y Piura, José Antonio Eguren. Hoy contaré una historia que nunca antes había contado y que se produjo cuando yo era menor de edad y aún no vivía en comunidad del #Sodalicio.

Yo tenía 17 años recién cumplidos y ayudaba a Germán Doig (abusador confirmado, número 2 del Sodalicio, delfín de Luis Fernando #Figari) en su oficina de la Editorial VE, en el Centro Pastoral de San Borja, donde él también vivía. Una tarde, el entonces cura Eguren llegó ahí.

Entró a la oficina y le dijo a Doig: “tengo que oficiar misa y no hay nadie que pueda ayudarme como acólito, préstame un rato a Jose Enrique”. Doig le dio la conformidad y fuimos a la capilla del Centro Pastoral. Me puse las ropas de acólito y el cura las suyas.

Era común que en las misas del Sodalicio se usara un incensario hecho de metal. Hay un momento durante la ceremonia en el que el acólito abre el incensario usando una de sus manos. Era la primera vez que yo haría eso. Había visto cómo lo hacían, pero nadie me había enseñado.

El incensario tenía una base en la cual se ponían carbones redondos y se prendían para que estuvieran ardiendo al rojo vivo. La tapa se calentaba tremendamente. Llegado el momento, Eguren hizo la señal para que abriera el incensario y él pudiera echar el incienso.

Le dije a Eguren que no sabía cómo abrirlo. Ni me miró y me dijo que lo abra nomás. Le pregunté cómo hacerlo. Me dijo que jale la parte de arriba. Tomé con mis cinco dedos la tapa del incensario y le pregunté: “¿Así?”. “Sí”, me dijo. Toda la conversación en susurros.

Al coger la tapa, sentí cómo el calor del metal iba quemando mis dedos. No se jalaba la tapa, se usaban unas cadenas. Eguren no me lo dijo, dejó que abriera la tapa. Le dije que me estaba quemando los dedos. No respondió. Segundos después, repetí que me quemaba. Me miró y sonrió.

Empecé a sentir las ampollas creciendo en las yemas de los dedos. Por tercera vez, intentando no romper la solemnidad del momento, le dije: “Voy a soltarlo, no aguanto”. Eguren me miró con una sonrisa burlona: “Así se aprende”, y terminó de echar el incienso.

Acabó la misa varios minutos después, fui a la sacristía y me cambié con una sola mano. Le dije que me había quemado, que tenía ampollas. Sonrió: “Pato al agua” y se fue. Yo tuve que ir a la clínica: quemaduras de segundo grado. Eguren tenía auto, ni siquiera ofreció llevarme”.