Escribe Mariana de Althaus

Edipo quiere castigar al causante de la peste en Tebas, y luego de una implacable búsqueda encuentra que el culpable era él mismo. Cuando terminamos de leer la obra cae sobre nosotros la pregunta más incómoda del mundo: ¿Quién es lx “culpable” que habita en mí? ¿No seré yo responsable también de lo que combato?

He recordado mucho la historia de Edipo en los últimos meses, viendo las cosas que han ido sucediendo alrededor de las denuncias a acosadores y abusadores.

Encuentro muy positivo y necesario que las redes permitan nuevos espacios para que las mujeres víctimas de abusos y acosos sexuales denunciemos y seamos escuchadas, creídas y reparadas. Antes escondíamos nuestras historias y moríamos envenenadas por ellas, ahora hemos accedido a la posibilidad histórica de buscar reparación en el señalamiento pese a la indiferencia, pese a que los sistemas judiciales tradicionales están atravesados por la misoginia y pese a la revictimización que nos espera apenas nos atrevemos a denunciar.

Pero tenemos que poner pausa y preguntarnos si no deberíamos hacernos las preguntas que se hace Edipo, para seguir con pie seguro.

¿Qué es lo que buscamos con las denuncias? ¿Castigo, justicia? ¿El castigo es siempre justicia? ¿Cuál es el tipo de justicia que queremos? ¿Necesitamos ejercer violencia sobre los que violentaron? ¿El castigo acaba con el problema? ¿De qué sirve todo esto si no va a dar lugar a una transformación de la sociedad hacia una conciencia mayor sobre los mecanismos de opresión patriarcal y la sistematización de la violencia contra la mujer?

Señalar a lxs culpables, personalizar la responsabilidad de la violencia en unxs pocxs, agredirlxs y ejercer violencia (verbal y grupal) sobre lxs acusadxs, destruir sus vidas: todo esto es fruto de un sentimiento orgánico, fruto de siglos de violencia contra las mujeres. Pero no genera una sociedad más justa. Es catártico, pero reproduce la violencia patriarcal. Y nos distrae del objetivo más importante: visibilizar la violencia contra la mujer y crear una nueva conciencia. Esta conciencia incluye hacernos la pregunta de Edipo: en qué medida todxs somos responsables de la violencia, con nuestro silencio y también con nuestras palabras.

Hemos llegado a tal punto en la administración de las denuncias que hemos empezado a deslegitimarnos nosotras mismas. Hace unos días una chica acusó de acoso a un joven influencer peruano en Twitter mostrando una captura de pantalla de un chat, e inmediatamente una avalancha de violencia cayó sobre él. Luego el acusado publicó el chat completo y con esto probó que no había acoso alguno, pero no importa, ya la posverdad triunfó, y para muchxs ese chico es un asqueroso acosador.

Compartir sin pensar una acusación como esta y, sobre todo, hacerlo agresivamente, sumándose a un cargamontón feroz y ciego se ha convertido en un pasatiempo común que diluye poco a poco el poder de las denuncias en general. La gran mayoría de estas denuncias son reales y necesarias, pero la que queda en la cabeza de casi todxs es la falsa, sobre todo por la furia con la que fue transmitida. Esta forma de encarar las denuncias nos está impidiendo ejercer sin reparos el maravilloso “yo te creo” que revolucionó nuestra forma de relacionarnos con la violencia de género y entre nosotras.

Pero hay algo más grave, que realmente deslegitima las denuncias, y es poner en el mismo saco casos de muy diferente magnitud. En nombre de la “consecuencia”, somos capaces de poner a un acusado de violación como Guillermo Castrillón o de acoso sistemático como Frank Pérez Garland en el mismo lugar que una chica que a sus 26 años tuvo una relación tóxica con una chica de 17, como el caso de Carolina Silva Santisteban.

Carolina estuvo con una chica de 17 años que participaba en un taller de su escuela. No la acosó, lo que hizo fue un acto éticamente incorrecto, cometió abuso de autoridad, se comportó de manera inmadura e inaceptable. Podríamos discutir si fue abuso, porque la víctima era menor de edad, pero no fue delito (en el Perú el consentimiento es a partir de los 13 años). Pero me parece que no es acoso, no es abuso sexual. Ponerla en el mismo nivel que acosadores y abusadores de alta talla es violento. Es injusto para las víctimas de los verdaderos acosadores y abusadores sexuales. Preguntémonos por qué han tratado a Carolina como si fuera una delincuente y no le han dado ni siquiera un mínimo de escucha, incluso después de que aceptó públicamente su falta y hasta aceptó reparar a su víctima. Si Carolina fuera hombre, si hubiera sido heterosexual, si no hubiera sido feminista, ¿el cargamontón hubiera sido tan fuerte? Porque hombres que se meten con chicas menores de edad que están en una jerarquía inferior por X razones hay miles, y si empezáramos a denunciarlos se nos iría la vida en ello. ¿La justicia en este caso es matarla públicamente, para que no quede dudas de nuestra imparcialidad? ¿No hubiera sido mejor que este caso, en lugar de llamar a la violencia, genere una discusión, un espacio de conversación sobre los protocolos que deben implementarse en centros educativos para evitar el abuso de autoridad, sobre las formas de violencia que ejercemos sin darnos cuenta las propias feministas?

¿Quién ha ganado con esta historia? Lxs que odian al feminismo. Lxs que critican las denuncias.

Les hemos dado en el gusto a lxs cínicxs, a lxs protectorxs del status quo, a lxs guardianes del sistema que permite la violencia: hemos sido violentas como ellxs. Nos hemos peleado entre nosotras y hemos lapidado a una de las nuestras por algo que exigía un mea culpa público, una reparación a la víctima y una reflexión profunda y seria para evitar futuras víctimas. Lxs detractorxs del feminismo han disfrutado de todo el show y lo han usado de ejemplo para descalificarnos. No hemos sido inteligentes.

Por otro lado: no podemos ser siempre inteligentes. Somos humanas, estamos heridas y además todos los movimientos cometen excesos y errores. Pero los movimientos que perduran y generan cambios sustanciales son aquellos que se revisan constantemente, que aprenden de sus errores y se replantean.

Rita Segato dice que en el mundo hay dos éticas: la ética beneficente y la conformista. La ética conformista promueve la repetición de la costumbre, el respeto a la moral, la jerarquía. La beneficente es la que comprende que la especie solo sobrevivirá si mantiene su pluralismo, la diversidad de formas de existencia. La beneficente es la que enarbola el feminismo y, en palabras de Segato, “aquella que revisa su moral cuando genera sufrimiento”.

La violencia patriarcal no es patrimonio masculino, hemos sido criadas en ella y su semilla ha prendido en nosotras inevitablemente. Urge detectar la violencia que nosotras hemos ejercido o ejercemos hoy, si no queremos terminar ciegas como el rey de Tebas. Solo comprendiendo que todxs somos responsables de la violencia podremos canalizar mejor nuestra rabia, agregar cada vez más gente a nuestra “ética beneficente”, imaginar un mundo un poco menos feroz.