Una enfermera es llamada por una junta de vecinos notables, todos hombres, para que averigüe cómo una niña de 11 años está sobreviviendo sin comer ya varios meses. El día que se reúne con la junta, descubre que también han llamado a una monja para que compartan la labor de observar a la niña día y noche, y den certeza del prodigio o certifiquen su falsedad. La acción se desarrolla en Irlanda, en 1862, y vemos frente a nosotros dos formas de pensar: una basada en la fe y otra en la ciencia. “El prodigo” de Sebastián Lelio, podría haberse decantado en decenas de rutas para contar la forma en que las ideologías se enfrentan y chocan entre sí, pero decidió que eso se explique a través de las acciones de Lib Wright, la enfermera que no cree en los prodigios, y que día tras día busca una explicación a lo que está ocurriendo.

La historia que nos cuenta Lelio no resulta fácil para el espectador promedio, se cocina a fuego lento en las idas y venidas de Lib, retratadas en planos generales del terreno que tiene que atravesar a diario y que mantiene permanentemente manchados sus vestidos, en la soledad de su habitación con sus rituales nocturnos, en sus encuentros parcos con la familia de la niña y en sus contados momentos de pasión con el periodista que necesita contar su verdad.

Lelio podría estar mostrándonos una historia del pasado y nosotros estar viendo la película como un documento histórico de un tiempo que ya no existe, pero su actualidad es impactante. No hay fuerzas del mal ni del bien en disputa, son formas de pensar que no dan un ápice a la posibilidad de que la otra pueda tener alguna certeza, porque eso sería derrumbar un sistema de creencias y acabar con un mundo construido con la fuerza de relatos que traspasan los límites de la verosimilitud; y de qué se alimenta mejor el ser humano si no es estas historias que nos expliquen cómo queremos el mundo. Lelio no teme decirlo abiertamente al inicio y al final de la historia, y su propuesta va develando que hay algo detrás del relato que debe ser hurgado, descubierto y resuelto, que no podemos quedarnos con esa historia que nos contaron nuestros padres y que ellos escucharon de sus abuelos. Nos dice que el relato puede ser distinto, y que ese descubrimiento puede salvar vidas.

Florence Pugh entrega una actuación certera y poderosa entre el descreimiento y la asunción de que algo espantoso se oculta entre las historias que le van contando. Kíla Lord Cassidy, quien interpreta a Ana O’Donnell, la niña ‘prodigiosa’, le hace un efectivo contrapunto en su mezcla de santidad e inocencia. Y es la relación entre ellas lo que convierte a la película en un fuerte manifiesto político, en la entrega de Lib está el destino de la vida de Anna, en su enfrentamiento al patriarcado y al fanatismo religioso, que buscan superponerse a su educación científica, pero sobre todo a su propia humanidad, hay una posibilidad de salvación de los más vulnerables, de los que menos herramientas tienen para decidir sobre sus vidas: las infancias, y particularmente las niñas.

El prodigio, en el fondo, es la capacidad que tienen las mujeres para unirse y romper los relatos que buscan controlar sus vidas, y ayudar a que otras también los rompan. Está en la posibilidad de creer en las voces de los débiles, de los que han sido golpeados por la vida, sea cual sea su género o su procedencia, y construir pactos de sobrevivencia. Es la voluntad de resistir frente a aquello que busca negar la dignidad y la libertad. Lelio lo ha vuelto a hacer.