Estoy segura que toda peruana y peruano que puede acceder a una pantalla y contenido web, conoce y ha visto más de una vez las imágenes de un grupo de hombres (portadores de féretros), muy bien vestidos, cargando y bailando con un ataúd al compás de una pegajosa música electrónica. Algunos creían que era una parodia, otros, se daban cuenta de que era un rito funerario real. Es que, deben saber, querides amigues que, en Ghana, morir es todo un acontecimiento social. Según un documental de la BBC, los ghaneses gastan más dinero en entierros que en bodas, así que ya pueden hacerse una idea de lo trascendental de este ritual.

Por otro lado, en la etnia Nyakyusa, ubicada en Tanzania, se dice que cuando hay un fallecido, los familiares y amigos ejecutan una danza guerrera, así, sobrellevan el dolor y la tristeza por la pérdida. Incluso, en otros países de África, los funerales pueden concluir en más muerte, producto de alguna riña. Sin embargo, la muerte no necesariamente tiene que traer dolor y llanto, en muchos pueblos africanos, la despedida es una fiesta para celebrar y ensalzar la vida.

Cabe aclarar que, ni la Covid-19 ha podido interrumpir ninguno de estos rituales.

Volviendo al contexto peruano-limeño, quiero que me acompañen a pensar los últimos hechos acaecidos tras el fallecimiento de las trece víctimas de la trágica noche en la discoteca Thomas Restobar. No, no pondré sobre la mesa ningún tipo de juzgamiento ni a la policía, ni al alcalde, ni a los fiscalizadores, ni a los dueños del local, ni a los organizadores del evento, ni mucho menos a los fallecidos; de eso ya se encargó todo el país y de sobra. En mi artículo anterior ya dejé clara mi postura, si acaso importa.

En este texto, quiero que “nos” pensemos juntos, al menos por tres minutos, sobre nuestra preconcepción de la muerte, de nuestra memoria histórica y sus rituales, además de nuestra nueva normalidad, posnormalidad, virtualnormalidad, etereonormalidad, en fin, como quieran llamar a los días que vivimos ahora mismo.

Ojo, dejemos en claro que toda reunión sin las debidas medidas de bioseguridad son un atentado contra la vida y la salud. Sabemos que actualmente no está permitido en nuestro país, debido al alza de contagios y muertes por la pandemia, ningún tipo de reunión social o familiar. Aún así, los velorios, entierros tumultuosos y celebraciones se siguen llevando a cabo diariamente.

Dicho esto, deseo que nos centremos en las imágenes que andan circulando en las redes y en los noticieros donde se ve a un grupo de amigas bailando en el techo de un bloque de nichos en un cementerio municipal. Como sabemos, se trata del entierro de Alison Montañez Sudario, fallecida en la discoteca ubicada en Los Olivos.

Existe una gran variedad de formas de cómo lidiar con la muerte, al igual que una gran diversidad de ritos culturales. Para la familia y amigos de Alison, esta es una forma válida. Me pregunto, si la muerte hubiera llegado en otras circunstancias, no trágicas como esta, ¿el ritual mortuorio hubiera sido el mismo con baile, orquesta y licor? Yo creo que sí.

“Todos vamos a morir, tarde o temprano”, dicen muchos en las calles, justificando su falta de uso de tapabocas. ¿Acaso no le temen a que la muerte llegue más temprano que tarde? Voltaire decía que los humanos son las únicas criaturas que saben que van a morir. ¿Será entonces que mujeres y hombres, consciente del riesgo mortal producto de la covid-19, tratan de aferrarse a sus antiguos hábitos y le hacen una afrenta a la pandemia para no perder sus prácticas fúnebres heredadas?

Entonces, ¿cuál es el problema de fondo? Salvando distancias con la obvia despreocupación por el contagio y propagación de la covid. ¿Será que la escena del grupo bailando reguetón sobre la tumba de Alison provoca cólera e indignación por el hecho de que sean mujeres?

Ante la muerte se espera que las mujeres reaccionen con lágrimas y llantos sostenidos, entonces, ¿ver a tres mujeres trepadas en el techo de los nichos es, para la mayoría de los espectadores, chocante y ofensivo porque se muestran poderosas, felices ante la desgracia y desafiantes ante la ley?

¿Acaso no es costumbre de algunos pueblos peruanos, ritos fúnebres con cerveza, banda musical, comparsa, baile y risas?, ¿será que lo que más le molesta al testigo ofendido es el género musical y el desparpajo de las bailarinas?

Repito, para dejar en claro, estos textos no son para juzgar a ninguno de los implicados, quiero que sirva de ejercicio para cuestionarnos en conjunto a nosotros, los espectadores, los carroñeros de la imagen violenta, los consumidores de la desgracia en el noticiero de la mañana, la tarde y la noche.

¿La irritación nacional por los actos en el entierro de una de las víctimas traerá consigo una carga social, racial y de género? Sí, ya sé que más de uno dirá “ay, por favor, no todo es género, dejen de victimizarse”. Tranquilos, son presupuestos que aquí podemos desmontar o reafirmar.

Cabe recordar que Lima es una ciudad migrante, una publicación de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), detalla que los distritos con mayor concentración de migrantes internos provincianos son San Juan de Lurigancho (10.7 %), Ate y San Martín de Porres (7.3 %) Santiago de Surco (4.7 %), Comas (4.3 %) y Los Olivos (4.1 %). Hasta el 2015 eran 7 millones de migrantes internos interdepartamentales.

Este intenso proceso migratorio, tiene al menos cinco décadas de historia donde compatriotas salen de su lugar de origen en búsqueda de mejor calidad de vida y oportunidades; además del desplazamiento forzado por la época del terrorismo que vivió nuestro país.

Según el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), al 2015 la mayor proporción de población inmigrante procede principalmente de los departamentos de Junín (11.7 %), Áncash (8.7 %), Cajamarca (7.4 %) y Ayacucho (6.9 %).

De esta manera podemos explicar entonces que las costumbres que actualmente se practican en la urbe son producto de la herencia que nos deja la migración.

Ahora, entendamos también que los gustos de los géneros musicales son variados, en el entierro en cuestión, los registros audiovisuales nos permiten escuchar “chicha y reguetón”.

Es viable especular que los padres y abuelos de los asistentes al entierro, hubieran preferido un buen huaynito o un par de danzantes de tijeras bailando al compás de un violín y un arpa. Esto nos da cuenta que cada generación tiende a modificar sus ritos, tratando de preservar la esencia del ritual. Recordemos que los fallecidos en la discoteca no llegaban ni a los treinta años de edad. Es así como se produce el sincretismo, dando vida a híbridos culturales.

Los habitantes de la urbe que creo conocer, solo abren las orejas a las recomendaciones de los psicólogos y antropólogos sociales cuando una desgracia les revienta en la cara-pantalla.

Hoy en día, somos el país con la tasa de mortalidad más alta a nivel mundial, ¿qué tiene que pasar para que el peruano se dé cuenta de que la muerte le ronda hasta la sombra? ¿Es posible que los peruanos hayamos nacido un día que Dios estuvo enfermo, grave?

¿Cuáles deben ser las nuevas medidas que tome el gobierno para frenar la curva mortal que cada día va en ascenso? Una forma eficaz podría ser el reconocer, de una vez por todas, las diferentes culturas que nos habitan y las diversas prácticas que alberga nuestro Perú pluricultural, dejar de tratar a los ciudadanos como si todos vivieran en la capital y gozaran de todos los servicios básicos. Dejar de fingir que Perú no tiene pobreza y pobreza extrema en su capital.

Mientras ustedes y yo nos unimos mediante este texto, más de un centenar de familias están lamentando la pérdida de un ser querido sumidos en el valle de lágrimas del que Vallejo renegaba. Es claro que muchas peruanas y peruanos no van a dejar de ritualizar su día a día, ni dejarán de salir a la calle, ni dejarán de trabajar, ni de comer en el mercado, ni de celebrar entre patas, y sabemos también que gran parte de la población se ríe y desafía a la autoridad. Desde el hogar, niñas, niños y jóvenes no muestran respeto por la orden de la madre o del padre, si es que existe; tampoco les interesa respetar el toque de queda, les resulta irrisoria la multa, tanto a un joven que vive en Los Olivos como uno que vive en Miraflores. La cultura de la desobediencia y falta de respeto a la autoridad es estructural. ¿Hasta cuándo vamos a asistir a la cena miserable?

¿Qué podemos hacer? Apelar a la pedagogía ciudadana-comunitaria, formar redes de apoyo entre nuestros familiares, amigos y vecinos. Dejar de apasionarnos con la desgracia ajena y parar con el escrache a las personas que piensan opuesto a nosotros. Si tú, que me lees, no puedes cambiar tus malos hábitos ni en pandemia, ¿por qué crees que las demás peruanas y peruanos lo harán? No esperemos que el vecino cambie, empecemos por nosotros mismos.

El Perú no es solo Lima, es también Amazonas, Áncash, Apurímac, Arequipa, Ayacucho, Cajamarca, Callao, Cusco, Huancavelica, Huánuco, Ica, Junín, La Libertad, Lambayeque, Loreto, Madre de Dios, Moquegua, Pasco, Piura, Puno, San Martín, Tacna, Tumbes y Ucayali. El Perú es “La flor de la canela” y “El callejón de un solo caño”.

Querides, yo no pretendo convencerles de nada, solo quiero que pensemos juntos toda esta realidad que nos atraviesa. Ya va a venir el día, hermanas y hermanos, seamos valientes y pongámonos el sol, que ya va a amanecer.

Ilustración: Daniela Ariel Barrios