En 1952, Arthur Miller, uno de los más destacados dramaturgos estadounidenses del siglo XX, presentó una de sus obras más importantes, Las brujas de Salem, también conocida como The Crucible (o El Crisol). La obra se escenificó por primera vez en Broadway al año siguiente, recibiendo el premio Tony. Ella recrea libremente los juicios de brujas en la comunidad de Salem, Massachusetts, en 1692. La fecha de publicación de la obra no es casual, estaba en pleno auge en esos años en los Estados Unidos la histeria macartista, con sus juicios públicos a toda persona creativa y pensante, entre los cuales se encontró el propio Miller, por supuesta exmilitancia o simpatía comunista. El clima de persecución ideológica, delaciones, chauvinismo fascistoide y paranoia generalizada propiciada desde el Estado, con listas negras y censura abierta, llevó a calificar este nefasto período como de “caza de brujas”.
Cuando Miller vuelve a este episodio de 260 años atrás, en los Estados Unidos antes de su independencia, es claro el paralelismo histórico, que está registrado en los documentos de la época. En esa oportunidad, luego de un juicio sumario producto de las acusaciones verbales de dos adolescentes, fueron condenadas a muerte 19 personas acusadas de brujería, catorce mujeres y cinco hombres, y se encarceló a muchos más. El número de acusados por brujería en estos juicios se calcula entre 200 y 300.
Los juicios y condenas por brujería eran frecuentes en los territorios ocupados por los colonos en la costa atlántica de Norteamérica, pero el caso de Salem se volvió el más emblemático por su alcance y la documentación del mismo. Los puritanos y fanáticos evangélicos que dominaban esas comarcas acusaban de brujería a cualquiera que saliera de los moldes y ortodoxia, en especial si eran mujeres y contravenían los que consideraban preceptos bíblicos sobre su rol en el hogar, subordinados a los patriarcas religiosos. El clima de intolerancia se unía a las acusaciones personales, por lo que muchos pleitos de tierras, herencias y personalidad se resolvían por el fácil expediente de señalar a los enemigos como herejes y brujos.
En un ambiente exacerbado de fanatismo e intolerancia, los juicios devenían en verdaderos linchamientos públicos, similar a lo que sucedía con la inquisición en los predios católicos, sin tanta ritualidad institucionalizada. Se menciona alucinaciones y ataques de histeria en las cortes de parte de los acusadores y acusados, que hoy podrían tener una explicación neurológica y psiquiátrica, pero en aquellos tiempos, de escaso desarrollo científico y lejos de las metrópolis europeas, se atribuían a posesiones demoniacas.
La simbología era clara, los peligros de la persecución política y la intolerancia sobre las personas, y la gestación de un clima de sospechas y soplonaje a nivel de la sociedad que se presenta en estados totalitarios y otros que se presumen democráticos.
Rebecca Miller, cineasta e hija del dramaturgo, en un documental sobre su padre cuenta que este viajó a Salem cuando recién se iniciaban los juicios en el Congreso (y no estaba aun implicado) y que revisando las actas descubrió similitudes escalofriantes entre ambos procesos, como el premio a la delación, así sea falsa, y el miedo como elemento dominante en un poder teocrático y absoluto. Los únicos que logran salvarse, en lo moral, mas no en lo físico, son los que se niegan a plegarse a la histeria persecutoria.
Una historia que en estos tiempos de recrudecimiento de la intolerancia a nivel mundial, con grupos violentistas atacando la diversidad e inteligencia, sigue siendo terriblemente actual y peligrosa. Cambien lo de bruja por terruco, comunista, feminista, LGBTI o simplemente progresista, para ver cuan vigente es todavía la obra de Arthur Miller y sus repercusiones.