El problema no es solo que estén extorsionando a empresas musicales (principalmente de cumbia), sino que estas no hayan denunciado a cada gobierno local, regional y nacional, desde muchísimo antes, por su ineptitud y corrupción, y continúen facturando cientos de miles de soles semanales por sus conciertos alrededor del país, sobre todo en los distritos más pobres del Perú (sin mencionar la violencia implícita de muchas de sus canciones y los excesos que fomentan). Las balaceras en eventos musicales (producidas por extorsionadores o por los mismos asistentes) son el día a día (o noche a noche) y aún así nadie prohíbe este tipo de negocios, pues mueven mucho dinero e intereses.
Si las «autoridades» quisieran que esta realidad de violencias (por género, raza o clase, etcétera) e inseguridad ciudadana cambie, las decisiones deberían ser drásticas, como suspender este tipo de espectáculos públicos hasta que la ciudadanía esté a salvo en estas actividades. Mientras tanto, para «entretener» a las y a los peruanos, se podría fortalecer y ampliar la oferta artística de otros géneros musicales y espectáculos culturales, como el teatro o la visita de museos, así como —y sobre todo— la cultura viva comunitaria en barrios de todo el país, donde se construyan significados de convivencia pacífica, sana y solidaria. Hay muchísimas orquestas municipales, de organizaciones privadas sin fines de lucro y de la sociedad civil en general, que interpretan música clásica, hacen jazz o tocan rock en calles y parques.
Si la gente exige y los politiqueros ansían «mano dura», esta es la que debería proponerse: privilegiar la vida de la ciudadanía antes que los intereses de las empresas musicales, y promover políticas públicas en cultura que a través del arte no solo brinden una alternativa de diversión, sino que a su vez sirvan para luchar contra la muerte y a favor de la vida.