En el Perú, hay una serie de temas que resultan incómodos, no se tocan en las aulas, mucho menos forman parte de conversaciones cotidianas en la sobremesa. De vez en cuando, en elecciones o a raíz de algún acontecimiento particular, ocupan instrumentalmente las pantallas del televisor o las portadas de los diarios, pero sin ser tratados con la seriedad que deberían.

El 11 de setiembre del 2021, por la mañana, el rostro de Abimael Guzmán, bajo cuyo dogma cientos de personas se convirtieron en asesinos a sangre fría de sus semejantes, apareció en todos lados. El anuncio de su muerte fue motivo de un sinfín de pronunciamientos que recordaban aquel pasado reciente de destrucción y muerte que vivió nuestro país durante el conflicto armado interno. Leí la noticia sin mucho interés ni satisfacción, Abimael Guzmán, el hacedor de aquella máquina para matar que fue Sendero Luminoso, había muerto en la prisión a causa de sus males físicos sin pena ni gloria, reducido a la imagen de un fanático de sí mismo con las manos manchadas de sangre.

El domingo por la noche, encendí el televisor y me detuve en cada uno de los programas dominicales, sabía que los reportajes sobre Sendero Luminoso ocuparían las pantallas. No me sorprendió encontrarme con una visión limeña del conflicto armado interno, con imágenes de Tarata o transmisiones en vivo desde Ayacucho, donde la conductora de Cuarto Poder había viajado para conocer las reacciones de los ayacuchanos, siempre con el mismo enfoque sensacionalista e instrumental.

Viene a mi mente, un reportaje de Panorama de fecha reciente, en el que un reportero entrevistaba a algunos jóvenes y adolescentes para preguntarles si reconocían en la foto de Abimael Guzmán a alguien o si sabían de los crímenes que cometió. Se les culpó por su desinformación, por su falta de interés en la historia. Como otras veces se concluía con la frase: debemos recordar la historia para no repetirla. Sin embargo, qué esfuerzo hemos hecho para discutir sobre el conflicto armado interno en las aulas, para generar espacios en los que podamos escuchar las diversas narrativas que existen sobre esa etapa de nuestra historia, para cerrar heridas y reconocer nuestras propias faltas.

Cuando nací, el último lunes de 1994, Abimael se encontraba ya en la cárcel, mi padre era militar más que por vocación, por las circunstancias. Poco tiempo después de mi nacimiento, tuvo que irse a la sierra central, vivió durante mis primeros 7 años de vida en Ayacucho, Junín y Pasco. En aquel entonces, no lo veía mucho. En la escuela en la que estudiaba, gestionada por el Ejército Peruano en Arequipa, no recuerdo una sola clase en la que hayamos hablado sobre el tema, ni siquiera en secundaria. Recuerdo en cambio los símbolos religiosos impuestos y la uniformización del pensamiento. Fue recién en la universidad pública que empecé a escuchar y leer sobre el tema. A mí, muchas veces por mi filiación a la izquierda, me acusaron de terrorista. Pero, nadie discutía con la seriedad que se necesitaba qué significó el terrorismo en el Perú y qué podíamos hacer para combatir a los fanáticos que creían aún que los fines justificaban los medios, los que continuaban fieles a la idea de que para construir una sociedad más justa habría que cruzar “ríos de sangre”.

Lo cierto es que, en el Perú, como sociedad hasta ahora no nos hemos atrevido a hablar del conflicto armado interno despercudidos de una visión centralista, con un ánimo de reflexionar y construir una verdadera cultura de paz y reconciliación. La fuerza de los testimonios de las mujeres de ANFASEP y otras víctimas de la violencia política de aquellos años no forma parte de los libros escolares o de los programas de prime time, sino que ocupa el museo del LUM y uno que otro espacio reclamando ser oídas.

El conflicto armado interno pareciera haberse reducido a una discusión que se quedó en algunos libros o películas. El Informe la Comisión de la Verdad y la Reconciliación se pierde en los anaqueles de la historia sin ser leído, discutido ni difundido. Se usa la palabra terrorista como insulto rápido para atacar cualquier posición distinta a la derecha conservadora y sus representantes más radicales. Ahora que nominalizan a cualquier persona como terrorista, ¿no pierde acaso esa palabra su sentido histórico?

Hemos querido cerrar una durísima etapa de la historia sin escuchar a los miles de peruanos y peruanas que siguen sin saber sobre sus familiares desparecidos, sin escuchar a los miles de desplazados y desplazadas internas que huyeron del campo hacia las ciudades, sin que la verdad y la justicia alivien el dolor de quienes fueron víctimas de Sendero Luminoso, el MRTA y los agentes del Estado peruano.