Hay que aprender algunas lecciones a partir de lo ocurrido con Susana Villarán. Una es que, quienes nos ubicamos dentro del espectro progresista, podemos ser tan estúpidos en política como los de la otra orilla. Hace años nos unimos a la campaña del NO, pensando en que quienes nos convocaban tenían motivaciones cívicas. Ahora sabemos que en realidad detrás hervían oscuros intereses políticos y empresariales que nos instrumentalizaron.
Hay que admitir que fuimos tontos útiles. No tuvimos el suficiente olfato ni la agudeza crítica para darnos cuenta, entonces, de que en realidad estábamos en medio de una lucha de mafias. La lógica de los “buenos” y los “malos” nos cegó. Tal como Toledo y Humala antes, y PPK después. ¿Eso deslegitima éticamente a la ciudadanía que se movilizó tras estos bribones? No creo, en tanto la gente que se involucró en esas batallas políticas lo haya hecho por convicción y no por lucro. Muchos salimos a oponernos a la revocatoria por un asunto de principios. No recibimos nada a cambio y, más bien, muchos sufrimos los ataques más innobles por meternos en el fango político. No ganamos nada y, al final, creo que perdimos todos.
Con esta dosis de ubicaína para nuestros egos, tal vez podamos aprender a no menospreciar a quienes también se movilizan como ciudadanos desde ideologías distintas, solo porque sus líderes son una gavilla de bandidos. A veces en el progresismo se siente ese tufillo de desdén hacia los sectores del pueblo que se van tras las banderas de las derechas, liberales o conservadoras. Tendemos a menospreciarlos intelectual y éticamente. “¡No se dan cuenta de que están siendo manipulados!”, les exclamamos. Bueno, a nosotros también nos han manipulado, y varias veces. Ser duros en la crítica a las ideologías conservadoras o con sus líderes, no debería llevarnos a despreciar a quienes creen en ellas. Mejor es buscar entender las razones de sus creencias y, en todo caso, hacer pedagogía desde las causas justas que defendemos.