Luego de haber sido testigo de la muerte de su compañero de armas, a manos de aquella bella dama que se negó rotundamente a ceder por la fuerza y la insistencia irritada, el capitán Luis Fernández corría como alma en pena y solitaria desde la Plazuela de la Salud hacia Palacio de Gobierno en búsqueda de los altos mandos del Ejército chileno, de ser posible con el propio comandante en jefe, Manuel Baquedano, para explicar la inquietante, increíble, pero desafortunada tragedia. En su fatigada carrera por las aceras adoquinadas, no podía deshacerse de aquella última imagen, la del teniente Juan Centeno cayendo al piso, mientras su vida se extinguía, no dejando de reprocharse el haber accedido a su insistente solicitud de pedir licencia ese día, y peor aún, el no haberlo desalentado en enviar ese recado a la aparente frágil e inofensiva mujer, quien terminó clavándole el funesto puñal la noche del 26 de enero de 1881.[2] 

Lima, definitivamente, no era la ciudad que solía ser, de “la hermosa ciudad de los Reyes antes risueña […] cuyas casas mostraban sus grandes puertas abiertas, la porcelana polícroma de sus azulejos centenarios, así como algunos blasones de la raza castellana que la República no lograra derribar; se convirtió en triste residencia de pesares, pareció inhabitada ante la invasión del invasor”.[3] Era un ambiente lúgubre, parecía más un día de otoño a mediados de abril, a pesar de estar en pleno verano, cuya “misteriosa hada del Rímac había perdido su virtud para con los chilenos”[4], como lo mencionó el oficial Florentino Salinas.

Por ello, el apurado trayecto de Luis Fernández se dejaba escuchar en el silencio más profundo, el eco de los tacones de sus botas cargaba con la ansiedad y la desesperación, y dejaba una estela que provocaba en los citadinos ocultos tras sus puertas y ventanas la sensación de que algo terrible había sucedido, o se venía por acontecer. Un vecino que vivía en la calle Lezcano[5], en medio de la oscuridad hogareña, logró ver por la celosía de su ventana la sombra que pensó era de un paco[6] que pasaba al galope, seguro para comunicar a los generales que habían encontrado a algunos reservistas dispersos armados y con ganas de revancha.

“Ojalá se organicen y con la jefatura de Cáceres se pueda retomar la ciudad…”, murmuraba el hombre, mientras regresaba a su cámara con su esposa e hijas, a quienes mantenía ocultas por el miedo a la violencia que se escuchaba había vivido el balneario de Chorrillos.

Siguieron días inciertos para el Capitán, los altos mandos decidieron no hacer ninguna investigación sobre la muerte del teniente Centeno, ni persecución de aquella misteriosa dama, quien terminó siendo la esposa de un coronel peruano abatido luego en la batalla de Huamachuco; para no provocar ningún otro escándalo que tuviera repercusiones internacionales, como lo sucedido en Chorrillos, Barranco y Miraflores, en relación con las acciones de vandalismo, violaciones y robos por parte del Ejército chileno, y que fueron incluso sancionados en la prensa argentina, donde se describió el espíritu chileno como bárbaro, envidioso y que respondía a acciones propias de filibusteros y no de caballeros.[7]

Fernández no podía más con su conciencia y pensaba que pretender hacer justicia por su compañero no sería una empresa óptima, teniendo en cuenta, además, que a la fecha de su muerte regía el decreto que sancionaba los actos de violencia contra los habitantes de la capital.[8]

“¡Y más aun tratándose de una dama respetada y esposa de un coronel peruano!”, exclamó el capitán rompiendo el silencio de sus pensamientos.

Encontrándose en dicha situación, el capitán Fernández intentó buscar consuelo escribiendo una misiva a un amigo de su infancia y con el cual guardaba una relación amical muy íntima, quien residía al igual que su propia familia en la ciudad porteña de Valparaíso. Sentía que de esa manera podía desahogarse de esa imagen de Centeno siendo abatido, mientras su cabeza golpeaba la mesa de mármol de aquella habitación primorosamente decorada con muebles estilo Luis XVI y grandes cuadros de marcos dorados.

Lima, 28 de enero de 1891

Mi entrañable i buen amigo, escribo esta misiva pasados unos días que nuestras fuerzas han hecho ingreso a la Ciudad de los Reyes. Todo se desenvolvió como el jeneral Baquedano lo había planeado i propuesto luego del asalto de Arica, en donde entre la desconfianza del gobierno i las fricciones con el ministro Vergara, casi hace sólo imajinable la hazaña de ver nuestra bandera flamear desde el Palacio de los Virreyes.[9] Imajino que estarás al corriente a través de El Mercurio de Valparaíso i presumo las celebraciones. No hai mayor motivo, como se murmura en una carta enviada por el secretario i plenipotenciario, Pedro Altamirano, a nuestro presidente, diciéndole lo orgulloso que estaba al hacer entrada a Lima, i que la batalla de Chorrillos ha sido “la más hermosa batalla de América”.[10]

Luego de San Juan y Miraflores e instalados en Palacio, pues no hai mejor lugar desde el cual nuestro Jeneral en Jefe y el estado mayor deba comandar las acciones para la administración de estos territorios y asegurar la firma de un tratado definitivo i que beneficie nuestros intereses, se decidió tomar un merecido descanso.

Aquí, en esta campaña en dirección a Lima hice amistad cercana con el teniente Juan Centeno, que al igual que yo compartía el amor y la entrega a la patria; natural de Santiago, i que lamentablemente fue abatido por quien más bien esperaba una correspondencia a su atrevido i desafortunado impulso de amor. Me sentí responsable, i aunque tratamos con respeto a la dama para demostrarle que no éramos ningunos cobardes ni bestias, Centeno ante la negativa frente a su insistencia perdió los papeles i su vida con ello. No se ha asumido acción alguna frente a ello, i se ha informado a su familia que su decseso ha sido producto de una vil acción de algunos dispersos que se encontraban escondidos luego de la batalla de Miraflores, i que al parecer estaban reorganizando la resistencia en Lima, haciendo caso omiso del decreto dado que apelaba al honor de no tomar armas en contra de Chile;[11] i los cuales, se ha enfatizado, han sido apresados y fusilados en el acto. Pero, yo sé la verdad i te la menciono para estar tranquilo con mi conciencia, luego de haber sido testigo del infortunio, i porque como siempre, confío en ti más que en nadie. No pude hacer nada, todo sucedió tan rápido, sólo vi a Centeno encima de la dama i luego desfallecer sobre el piso con un hilo de sangre brotando de su chaqueta.

No se me ha adjudicado responsabilidad alguna, pero se me ha pedido que me mantenga alejado de toda acción militar para evitar mayores inconvenientes, aunque se me ha informado que la mujer fue vista camino al puerto del Callao para tomar dirección a la ciudad de Guayaquil.

Por lo pronto, se me ha encomendado hacer una selección de algunos objetos que deberán ser embalados i enviados a Chile, al parecer a Valparaíso i Santiago. Aún no tengo la relación de dichos artefactos, pero me dicen que son materiales que tendrán buen uso en nuestro país. Cuando tenga conocimiento de ello te haré saber los detalles, pero por ahora no tengo mayor orden que esperar.

Por otro lado, Lima, debido a estas actuales circunstancias luce como una ciudad triste i desierta, aún las familias lloran a sus difuntos i las mujeres rezan frente a imájenes santas alumbradas por cirios y lámparas;[12] los comercios están mayormente cerrados i los que pertenecen a extranjeros lucen sus banderas como indicativo que no son peruanos i así evitar el pillaje. ¡No sé por qué hacen ello! Si los saqueos en la ciudad han sido causados por sus mismos compatriotas ‘comunistas’,[13] la mayoría merodeadores i gente de mal vivir que atacaron los comercios incluyendo los negocios chinos e italianos, aprovechando el caos luego de la derrota final.[14] Además, teníamos orden de demostrar caballerosidad i respeto por el vencido i su desgracia, aunque algunos hechos digan lo contrario o tengamos que asumir la responsabilidad de la fiebre de algunos soldados enloquecidos por el alcohol i las victorias en San Juan i Miraflores. La historia se encargará de ello, aunque deberían agradecernos por haber puesto orden a este país con una tendencia natural al caos y desorden.[15]   

¿Recuerdas las historias que oíamos acerca de Lima? En estos días aún no he tenido oportunidad para comprobar lo que se decía de esta ciudad, y lo que al parecer ha llenado también la cabeza a la soldadesca de fantasías i delirios de placer.[16] ¿Serán ciertas todas esas historias que escuchamos tiempo atrás? Parte de ellas despertó la admiración de nuestro ejército al quedar deslumbrados por la belleza de sus jardines del Palacio de la Exposición[17] i sus imponentes templos junto con sus misteriosos balcones moriscos de la época de los virreyes,[18] los cuales mantuvieron sus ventanas cerradas, mientras parte de nuestras fuerzas[19] hacía marcha discretamente acompañado sólo del repique del tambor i otras marchas[20] en dirección al cuartel de Santa Catalina.

Aún no he visto nada de ello, nada que me convenza de qué se trata eso de ‘la ciudad del placer y el amor’, i que alguna vez dijimos que descubriríamos juntos; aunque por sus hombres, podría decir que la falta de valentía y virilidad[21] quedó constancia en la falta de patriotismo al alistarse a último momento para defender lo suyo[22], i más aún por el hecho de colocar diferentes banderas extranjeras para esconder su nacionalidad. ¿Eso puede considerarse amor a la patria? Para mí demuestra la contrario, y veo más bien el reflejo de un país dividido, donde el egoísmo, la falta de patriotismo i virilidad de sus autoridades está haciendo pagar un precio muy alto a su pueblo.

Por lo pronto, estas son las novedades, envía muchos saludos a mis padres i hermanos si los encuentras, igual menciónales que les escribiré pronto, a tu familia también envía saludos. Deseo que esta situación cambie i que pueda retornar a Chile prontamente, i poder en tu presencia contarte las diferentes aventuras vividas. Extraño esas tardes frente al mar, las charlas y conversaciones tranquilas. Que Dios guarde de Usted, entrañable y querido amigo.

                                                                               Luis Fernández

En el mes de febrero, aún en la administración de Cornelio Saavedra es que se da inicio a la incautación y envío de material no bélico, pero de interés científico a la capital chilena. Como dicha tarea tenía un carácter sensible y controversial por el objetivo trazado, los altos mandos decidieron mantener en secreto la conformación de una Comisión Especial, sabiendo además que levantaría atención y denuncia internacional.[23]

Dicha lista de utensilios y materiales empezó a hacerse más extensa, lo que incluyó también los libros de la Biblioteca Nacional. Esta institución ya había sido invadida por el Ejército chileno, pues el coronel Pedro Lagos eligió como cuartel de su batallón el palacio de la Biblioteca, por lo que el 26 de febrero pasó a solicitar al director, Manuel de Odriozola, las llaves de dicha institución.

La tarea iniciada recibe respaldo político cuando en la segunda quincena de marzo se designa al coronel Lagos para la administración de la ciudad de Lima como General en Jefe.

La Comisión, al parecer, se extendía desde el presidente Pinto hasta los capellanes del Ejército, pues fue el capellán Florentino Fontecilla, quien además de haber solicitado el 27 de enero permiso para celebrar honras fúnebres en la catedral por los militares chilenos caídos,[24] fue también presuntamente uno de los que se acercaron a la Biblioteca pidiendo permiso para una visita de las instalaciones y colecciones, y en donde inmediatamente desaparecieron algunos ejemplares.[25] Y finalmente se tomó la decisión de incluir en la tarea al capitán Fernández, el cual recibió la orden sin mayor entusiasmo posible.

– ¿Por qué yo para esta tarea, po? Además, no tengo ninguna especialidad que pueda ayudarme en ello. Yo soy un militar, no un librero.

– Es una orden capitán, y dado los hechos aún recientes, es mejor que asuma sin ningún reproche. Y recuerde tener discreción. Esta tarea es muy especial y por ello se le ha encomendado. Requiere de mucha delicadeza, y los jefes, tomando en cuenta el manejo que tuvo referente al acontecimiento con el teniente Centeno, lo creen conveniente para dicha tarea.

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Luis Ribera, natural de Lima y de familia acomodada, tenía un buen cargo en la imprenta del Estado y estaba en el inicio de su tercera década. Gozaba de una vida pudiente gracias a las bondades del ‘boom guanero’ que había beneficiado a su familia. Dada su posición y su peculiar espíritu, había aprovechado cuanta situación para ilustrarse en diversos temas y materias, lo que le animaba constantemente a pasar por los salones de la Biblioteca Nacional. Amaba la literatura y adoraba los textos clásicos griegos y latinos. Sentía una pasión por el amor puro, entregado y piadoso que demostraba el dios Apolo hacia jóvenes igual de hermosos como él, y especialmente aquellos víctimas del infortunio. A veces se imaginaba a sí mismo en una situación ruin y que el propio Febo se presentaba para salvarlo de la tristeza o la propia muerte. Vivía una vida considerada discreta para la época, en una Lima de segunda mitad de siglo XIX.

– No podemos ser mentirosos, ¿no crees mi Paloma querida? ¿Por qué esa necesidad del pobre Francisco Pro en engañar a los incautos caballeros? Yo no engaño a nadie, no me gusta hacerlos desear algo que no poseo, por eso mejor ir a las pulperías lejanas.

– Yo no miento, casi todos lo sospechan, pero jamás me han visto con mi señor… Así me llamen ‘la pecadora’ o lo que fuere, yo no estoy mintiendo.

– ¡Serás descarada! El haber sido un ministro tan omnipotente en el periodo de nuestro presidente Pardo lo limita en esta sociedad, por eso es que juegan a las escondidas.

– Me gusta ello, gracias a él tengo todos estos lujos que yo no podría dármelos. Estamos cerca para poder visitarnos y salir a disfrutar como corresponde a dos bellos jóvenes como nosotros.

– En eso tienes razón, dame permiso para alistarme y salir a almorzar al hotel Maury.[26]

Luis Ribera había hecho amistad con la que se hacía llamar como ‘La Paloma’, una joven de finos rasgos, ojos negros grandes y que, por su belleza, era muy mimada y adulada por los caballeros.[27] Ella era más joven que él, pero determinada cuando quería algo. Compartían un gusto por la buena comida, bebida y el disfrute de las “corridas de toros, los paseos a la Portada de Maravillas, a los Amancaes y a Piedra Liza”.[28] Vivían el dolce far niente, dada las posiciones de Ribera y los favores que obtenía La Paloma de su adinerado político.

El joven señor Ribera gustaba de verse acompañado de su amiga, sobre todo cuando acudían por la tarde a la confitería Broggi en la calle Plateros de San Agustín a beber una copa de vino o degustar un delicioso chocolatito, o en las tardes de verano visitar la heladería Capella en Mercaderes para aplacar el calor de Lima[29], para luego pasar por la Botica Acevedo para unas gomas Tutti Frutti[30] para el camino, mientras iban conversando los últimos chismes de la ciudad.

La vida transcurría tranquila y ambos sentían que tenían todo el tiempo de mundo para seguir disfrutando de unas deliciosas ostras acompañadas con una copa de chartreusse on the rocks en el Hotel Americano,[31] para sostener ese toque afrancesado que quedó trunco por la crisis.

Luis disfrutaba de un paseo en solitario por la casa Welsch para admirar y probarse los relojes de oro Waltham[32] y una que otra sortija con alguna piedra que le hacía creer que tenía poderes mágicos. También del ritual de ir a la Sastrería Inglesa o a Pigmalión[33] para ver las nuevas camisas y confecciones de temporada, para luego pasar por la peluquería Gaspard,[34] por un lavado y arreglo del cabello, perfume y la elección de una nueva corbata.

– ¿Te gusta mi nueva chistera?, preguntó Luis…

– Está preciosa, has ido a Crevani seguro, respondió La Paloma.

– Sí, ayer por la tarde. Amo esa sombrerería italiana, es donde seguro se puede encontrar un Lincoln Bennett[35]. Me hará lindo juego con el chaqué gris o mi carlos alberto negro.

– ¡Amas todo lo que sea italiano!

– ¡E inglés! Cierto, de esto me encanta la moda, y de aquello me trae reminiscencia a la cultura latina, esas estatuas de mármol que no sienten vergüenza de mostrar lo bello del cuerpo. De esos relatos que me transportan a esos tiempos de disfrute, banquetes, de amor libre de moral.

– Entonces… Ya no vamos al Maury…

– No sé, me apetecía una deliciosa sopa teóloga, un pavo relleno y luego beber unas copas de vino.

– Y a mí se me vinieron a la mente unos chicharrones y carapulcra.[36]

– Pero, ahora hablando de italianos, se me abrió el apetito por algo diferente, vamos mejor a una de las pulperías de Barrios Altos, las de la calle Santa Clara.[37]

– Perfecto, vamos entonces…

– Paloma adorada, hace dos años estábamos haciendo planes similares… ¿Recuerdas? Esa tarde que te mostré mi última compra en Crevani.

– Sí lo recuerdo, ¿cómo pudimos llegar a esta situación de incertidumbre? ¿Qué pasará con nosotros?

– No lo sé. Vamos donde el italiano.

La Paloma había pasado por la casa de Luis Ribera, para caminar desde ahí en dirección a la pulpería del bonachón de Bartolomé Machiavelo, ubicada en la calle Rufas en los Barrios Altos. Los dos vivían relativamente cerca, Luis Ribera vivía en la calle Jesús Nazareno, muy cerca del Hotel Europa, mientras que La Paloma estaba instalada por gracia de su benefactor en los altos de la calle Padre Jerónimo, cerca de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús.

El camino por el centro de Lima era diferente a tiempos anteriores, las personas lucían ya algo preocupadas, pues luego de las pérdidas de Tacna y Arica, se sabía que el Ejército chileno seguía su campaña hacia Lima. Empezaban los alistamientos de jóvenes, comerciantes, profesionales y todo el que pudiera defender la ciudad frente al avance chileno. La ciudad comenzaba a tener un aire extraño y los dos jóvenes empezaban a sentir que no pertenecían a dicho espacio, que debían partir o debían hacer algo.

Ciao Machiavelo, sírvenos por favor el minestrone, pasta y antes nos traes dos macerados de pisco, ordenaba Luis mientras se ponían cómodos.

– Empezamos con algo fuerte…, puntúo La Paloma.

– Sí.

– ¿Vas a alistarte?

– No lo sé… Siento que no tengo el valor como para hacerlo, no estoy hecho para la guerra querida Paloma, ¿qué haría en un campo de batalla?

– Yo voy a alistarme como rabona[38] para la resistencia de Lima.

– Desearía ir contigo, pero mi sola presencia haría que me entreguen un fusible y mandarme a primera fila. ¿Cómo cambió todo? Yo deseaba seguir la vida que teníamos. Hace un año lo que deseaba es el último modelo de Thomas Burberry, lanzado además en 1879, ¡qué ironía mi Paloma querida! Con una guerra encima ya declarada y yo pensando en el catálogo de la Sastrería Inglesa y extrañando ir al teatro contigo para lucirla frente a los demás.

– Aquellos días, ¿recuerdas?

– Claro, recuerdo esa última función del 28 de julio de 1879, fuimos a ver la presentación de “Todo por la Patria” en el Teatro Principal, aún con esperanzas encima, entusiasmados. Toda Lima aún creía en la victoria, pero luego vinieron las derrotas, unas tras otras, que no quedaron más ganas de salir. [39]

– Nadie pensó que esto iba a desarrollarse así y que estaríamos ahora pensando en lo que pasará con nuestras vidas. Pero imagino que te hubieras visto genial en esa gabardina…

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El capitán Fernández hace su ingreso a la Biblioteca comandando a un grupo de soldados. La orden no lo complacía en lo absoluto, pero intentaba llevarla con la mayor paciencia.

Si bien era un hombre instruido, no tomaba con mucho entusiasmo la poesía, la narrativa, el teatro por considerarlas abstractas y muy poco viriles, y más relacionadas con el espíritu volátil femenino. Por ello, se concentró primero en hacer un inventario de los textos de ciencias, aunque por insistencia de los capellanes del Ejército también debía consignar principalmente algunas ediciones valiosas de la Biblia, clásicos griegos y latinos, incunables europeos, manuscritos notables como procesos de la Inquisición y memorias de los virreyes.[40]

– ¡Qué voy a saber de esto po! Maldita mi suerte.

– Mi capitán veamos en los salones, se ofreció un soldado que más bien estaba pendiente en ver qué podía llevarse para luego venderlo a escondidas.[41]

– Vamos, pasemos al otro salón, son solo tres, así que empecemos por los altos.

Hacía más de un mes que había llegado a los oídos de Luis Ribera que su entrañable Paloma había caído muerta en Miraflores, por una bala en el pecho y destrozada por la explosión de un saquete de pólvora muy cerca de ella. Se sentía desconsolado por la pérdida y con algo de culpa, pues él no llegó a unirse como reservista, sino más bien se quedó en su casa, siendo testigo en la sombra del paso del Ejército enemigo cerca de su residencia alrededor de las tres de la tarde. No se atrevió a salir, como casi todos los vecinos de Lima.

Familiares, amigos cercanos, colegas tipógrafos de la imprenta estatal que se habían incorporado en el Batallón N°2 junto con los comerciantes en el Reducto N°1, estaban ahora muertos. Con sus sentimientos encontrados, sintió que debía hacer algo, era ahora o nunca.

Aprovechando su cargo decide tomar acción. Sabía que el director de la Biblioteca, Manuel de Odriozola, luego de enviar una carta al embajador norteamericano Mr. Christiancy, se vio forzado a refugiarse en la casa de este debido al constante hostigamiento recibido por los jefes chilenos[42] por la denuncia hecha por la exigencia de entregar las llaves de la institución[43]. Sabía también que parte de los libros y bellas colecciones estaban siendo llevados en carretas hacia el puerto, lo que le producía una tristeza y dolor enorme. Y sentía que al menos podía intentar rescatar algunos, encontrando un sentido en medio de tanta desgracia y ambiente tan lúgubre que se vivía.

En un impulso inédito, Ribera logró ingresar sigilosamente al edificio. Agazapado pudo observar al capitán Fernández de espaldas y a un grupo de soldados colocando los libros en cajones de madera. El peruano no sabía qué hacer ni por dónde empezar su tarea de rescate. Todo a su alrededor le parecía valioso y, más bien, mientras observaba la escena no podía evitar sentir una sensación de venganza, por La Paloma, por su familia, amigos y hasta por su vida que la sintió perdida y consumida por el dolor y el miedo. Como toda la mueblería estaba en desorden, Ribera tropezó con una silla haciendo ruido, por lo que el capitán entró en alerta.

– ¿Quien está ahí? Capellán Fontecilla… ¿Es Usted?, preguntaba a viva voz Fernández, mientras el salón se llenaba de silencio, aumentando su inquietud.

– Responda, es una orden o disparo.

Ribera estaba temeroso, sentía que iba a morir ahí mismo, en medio de toda esa ruma de libros, enciclopedias y mueblería; pero ya no importaba, así que decidió dar la cara.

– Ribera… Soy Luis Ribera.

– ¿Quién eres tú? ¿Cómo has logrado entrar aquí?

– Soy un lector de esta biblioteca y funcionario de la imprenta estatal, y tengo el deber de rescatar estos libros valiosos.

– Estos libros son ahora propiedad de Chile.

– ¿Por qué? ¿Quién lo dice?

– Ustedes han perdido la guerra, así que tenemos por derecho a este botín.

– Claro, como los que tomaron en Chorrillos. Las obras de arte, las estatuas, los candelabros, incluido los trajes de paño[44], y ahora son los aparatos científicos, los muebles, las imprentas y los libros de esta preciosa biblioteca, respondió Ribera con un orgullo que lo puso nervioso por dentro, y que pensó, serían sus últimas palabras en aquel salón.

– Exacto, todo ello era, por derecho, nuestro.

El capitán Fernández notó el temor en Ribera y no pudo evitar sentir una sensación extraña. Pensó: “pues al parecer es cierto el exceso de sentimentalismo en estos hombres… Sólo expresa debilidad para llevar las riendas de un país”.[45]  

– ¿Por qué se pone así señor? ¡No sea tan ligero, compóngase!

– No puedo evitar pensar en todas las pérdidas que he tenido con esa absurda guerra provocada por la avaricia de su país. He perdido a quien era la persona más importante para mí y no sé qué haré para sobrellevarlo.

– ¿Un hermano, un padre?

– No, una amiga, una hermana, quien era rabona del Ejército de reserva en Miraflores y fue abatida en el campo de batalla.

– Veo que las mujeres son las que llevan el ejemplo y demuestran el patriotismo con mayor determinación[46]. Mientras decía ello, Fernández no pudo evitar recordar a aquella enigmática y valerosa mujer apuñalando a su amigo Centeno. El recuerdo empezó a provocarle una cierta ansiedad, pensando “¿Por qué? ¿Por qué tuvo que suceder?”. Sentía el embargo de la pena por la pérdida, y se resistía fuertemente a entregarse a ese sentimiento que detestaba, aunque no pudo evitar tener una ligera conmiseración por Ribera.

Este último sintió un cambio en la expresión del capitán, sus gestos duros empezaban a mostrar menos consistencia, sus ojos se perdieron en el vacío. Ribera imaginaba: “¿Qué estará pensando este roto codicioso, ladrón y asesino?,[47] ¿tendrá sentimientos?”. Mientras pensaba ello no pudo evitar notar que el capitán estaba perfectamente vestido y calzado, llamándole la atención su reluciente chaqueta de paño azul marino con los puños color rojo, unas barras colocadas sobre el lado izquierdo y unas relucientes botas café hasta la altura de las rodillas.[48] ¡Cómo contrastaba con la situación maltrecha del ejército nacional! ¿Por qué tengo una curiosidad por este maligno sujeto?, se preguntaba Ribera.

– Sabe, seguro debe estar pensando que somos unos seres bárbaros, y que ello quedó demostrado en los últimos acontecimientos. Así puede ser una guerra, pero déjeme decirle que también tenemos familias y amistades que nos esperan.

– Yo no entiendo de política señor, pero sí entiendo de la emoción de la pérdida de un amado.

– Admiro su valentía de venir hasta aquí, accederé a su voluntad de salvar algunos libros.

Ribera fue a echar una vista de los libros que restaban en los estantes, pero pudo notar que los clásicos habían desaparecido.

– Aquí no está lo que estoy buscando.

– ¿Qué es lo que busca realmente?

– Busco los textos clásicos griegos y latinos, y documentos oficiales de la época colonial.

Un soldado que se encontraba en el salón escuchaba la conversación y se apresuró en decir que algunas carretillas fueron llevadas a la casa de algunos altos jefes, y que otras terminaron siendo llevadas para venta como papel para envolver al mercado o a las pulperías cercanas.[49]

Ribera se sentía desconcertado y no podía ocultarlo, caminaba de lado a lado del salón, se llevaba las manos a la cabeza haciendo expresiones entremezcladas de admiración y lamento, lo que llamaba fuertemente la atención del capitán Fernández. “¿Por qué camina de esa forma, haciendo esos movimientos, no puede acaso mantener quietas las manos?”, se preguntaba el militar.

– No me imagino esos textos en las pulperías, seguro donde los chinos… Creo que debo ir al Barrio Chino.

Ni bien terminó de escuchar la frase, Fernández preguntó…

– ¿Vas a ese barrio donde se dice que…?

– ¿Qué?

– No, nada, le acompaño, así podré identificar algunos libros que me faltan de la lista de los capellanes.

Los dos jóvenes se dispusieron a ir al Barrio Chino en la calle del Capón. Para ambos era una completa nueva aventura, pues Ribera tenía un ritual establecido de lugares a frecuentar. Sabía que el Barrio Chino, ubicado en el distrito cuarto del segundo cuartel, ofrecía mucha diversión y placer, pero dada su posición tenía temor por lo que sus amigos, vecinos o conocidos podrían decir, pues Lima era una ciudad muy entregada al chisme[50]. Por ello, prefería las pulperías alejadas de la ciudad, discretas y donde nadie podría reconocerlo fácilmente.

El capitán Fernández, en cambio, solo tenía cierta referencia acerca de ese barrio, pero no había incursionado, aunque sabía de la existencia de los fumaderos de opio por rumores que habían llegado a su batallón, historias que animaron la fantasía de muchos soldados y oficiales durante la campaña hacia Lima.

– ¿Conoces este mercado?, preguntó el capitán Fernández, refiriéndose al Mercado de la Concepción.

– No, solo conozco los almacenes del Bon Marché de Lima.[51]

– Claro, debí imaginármelo.

– ¿Cómo vamos a saber dónde buscar?

– En el callejón Otaiza existen, ahí hay de todo, seguro hasta casas de préstamos o tiendas, pueden ser lugares donde hayan podido acabar esos libros.[52]

– Vamos…

Mientras estaban por entrar al callejón comenzaron a sentir un olor fuerte, áspero, parecido al amoniaco, haciendo el ambiente cargado. Se sentaron en las bancas de un teatro para tomar aire.[53]

Los jóvenes se sentían perdidos dentro de un laberinto de callejones estrechos, vericuetos que luego de un tramo se bifurcaban en diversas direcciones. Mientras se introducían por los callejones veían numerosos cuartos, muy pequeños algunos, y dentro numerosos chinos apilados. El aire se hacía más denso, haciendo una atmósfera soporífera, veían algunas mesitas de centro, algunas tarimas laterales cubiertas con un petate, almohadillas y unos vástagos largos junto a unas lámparas que alumbraban como luciérnagas en la penumbra de las habitaciones.[54]

– Vámonos, aquí será imposible encontrar algo, mencionó el capitán Fernández.

– Salgamos, pero sabe, si esos libros han ido a parar en lugares para envolver productos, creo que debemos ver en las pulperías de alrededor.

Saliendo del callejón, los dos jóvenes tomaron una bocanada de aire y entraron a una pulpería que parecía limpia y decente, según los estándares de Ribera. En el mostrador, el señor Chong los saluda cordialmente y colocando la mano amicalmente sobre el hombro del peruano los invita a entrar, dejándose estos llevar al interior del local.

Ribera y Fernández entraron en una habitación grande con iluminación tenue, había cuatro saloncitos con sus respectivas divisiones y unas cortinas de gasa ya percudidas como entradas a cada uno. El señor Chong los guio a la que se encontraba en el extremo izquierdo, abrió la cortina y gentilmente los hizo pasar. El pequeño salón tenía una alfombra en el piso y algunos cuadros decorativos de peces carpa de colores y paisajes de montañas nubosas. Había una tarima recostada en la pared derecha cubierta de un petate de esteras y sobre el cual había tres cojines de un color rojo intenso. Al costado de la tarima se encontraba una mesita de forma octogonal cubierta por un mantelito de tul. Recibieron la invitación a sentarse por parte del señor Chong, mientras un ayudante más joven traía una bandeja de madera lacada en negro y decorada con flores, con varios implementos, resaltando una lámpara de aceite y dos tubos largos que colocaron sobre la mesita.

– Pero nosotros solo queremos preguntar si…, mencionó Ribera algo recompuesto.

– No pleocupe señol, no plobema, sental, sental, yo enseñal cómo, interrumpió el señor Chong.

– Este cree que somos clientes y queremos fumar eso que huele fuerte, acotó Fernández.

En ese momento, Ribera nota que debajo de la tarima sobresale la cubierta de un libro bastante viejo.

– Espera, sí, nos quedamos, gracias… -interrumpió Ribera- mira hacia abajo, hay un libro de los que buscamos… Le mencionó a Fernández.

– Cierto, nos sentamos mejor, confirmó este.

Mientras se iban sentado el señor Chong saca de su bolsillo una pequeña caja de madera tallada con incrustaciones de nácar[55] que coloca sobre la bandeja. De ella extrae un poco de opio en pasta con la ayuda de una aguja larga, a la cual le da forma de guisante, y que pasa a calentar en la lámpara de aceite encendida. Mientras Ribera y Fernández observaban, la burbuja de opio se iba hinchando y tornándose color dorado y de consistencia pegajosa, como si se tratara de una melaza, y que el señor Chong iba estirándola como en largos hilos, repitiendo el procedimiento varias veces con la aguja, hasta enrollarla nuevamente a su forma de guisante original.[56]

– Cocina mejol así, mencionó el chino.  

Cogió uno de los tubos, que eran en realidad pipas para fumar opio, que Ribera las percibió como piezas de arte puro. Comprobó que eran de bambú con decoraciones de tigres de bengala, y que además poseían hacia casi el extremo un cuenco de porcelana blanca unido a la pipa a través de un accesorio de metal finamente tallado. Con una delicadeza experta, el señor Chong colocó el guisante en el agujerillo del cuenco y le indicó a Ribera que vaya inhalando desde el otro extremo de la pipa, mostrándole, además, que cada tiempo debía acercar el cuenco sobre la llama de la lámpara para mantener la temperatura correcta para ayudar a vaporizar el opio. Le devuelve la pipa nuevamente y le ayuda a recostarse sobre el cojín rojo intenso, mientras Ribera se encuentra dando sus primeras inhaladas.

Fernández había observado todo ello, convenciéndose que era todo un ritual eso de fumar opio, y que una cosa era haberlo escuchado en conversaciones de cuartel de campaña, y otra muy diferente estar ahí presente. Pensaba que las cosas hubiesen sido diferentes si Pedro, su entrañable amigo de Valparaíso, hubiese estado ahí presente, habían dicho que algún día iban a conocer todo ese mundo placentero que ofrecía Lima, para olvidarse de todo, hasta de sí mismo. Pero esto era parte de sus más íntimos sentimientos.

El señor Chong se había retirado dejando a los dos iniciados. Había logrado preparar la otra pipa que había entregado a Fernández. Este se recuesta al otro extremo de Ribera, comienza a inhalar y sentir los vapores ingresar a su cuerpo, embargado por una sensación de alivio, de conforte.

Fernández recordó el libro, se agachó para cogerlo, lo observa y lee en voz alta…

– Ovidio…

– ¿Cómo? Ovidio, ¿aquí? ¿Quién lo ha invitado?

Fernández comienza a percibir que Ribera está en su propio mundo de sueño y fantasía,[57] respondiendo…

– El libro, me refiero al libro, el que estaba debajo de la tarima.

– Ah sí. Precioso libro, amo ese libro. ¡Cómo ha venido a parar a este lugar! ¡Qué injusticia!

– Conoces el libro, ¿de qué trata?

– Es un libro hermoso, me encanta Apolo, su amor es tan diáfano y desprejuiciado.

– ¿Por qué dices eso?

– Tráeme el libro, déjame que te cuente…

Con el libro en sus manos, Ribera siente que este empieza a vibrar lentamente, y que se empieza a deshacer poco a poco en partículas muy pequeñas que comienzan a introducirse en su cuerpo, a través de sus manos y antebrazos. Sentía un calor intenso y reconfortante, una sensación de bienestar y felicidad que lo embargaba por completo. Fernández, frente a él, lo mira fijamente y, mientras seguía inhalando, le dijo… 

– Léeme algo de ese libro, algo que valga la pena de haber hecho todo este periplo.

Ribera lo miró fijamente y se recostó a su lado.

– Y como dice: “se sumó a todos estos el ciprés cuya forma se parece a la de las metas; nunc arbor, puer ante deo dilectus an illo”.[58]

– ¿Qué dijiste po? No entiendo.

– “Ahora árbol, muchacho antes, del dios aquel amado”.

– Continúa…

– “Pues había consagrado a las ninfas de Cartea, un ciervo enorme que recibía vasta sombra de sus propios cuernos brillantes de oro; llevaba sobre sus hombros collares de joyas y una bula de su edad en medio de la frente, y perlas lucientes alrededor de las sienes.

Ese, libre del miedo que está en su naturaleza, visitaba las casas y se ofrecía a ser acariciado incluso a los desconocidos.

Más que a nadie, ese ciervo era grato a Cipariso, el más bello de los habitantes de Cea. Él lo llevaba a los pastos nuevos y a las fuentes claras. Ora le entretejía flores en los cuernos, ora se ponía a caballo sobre él y lo frenaba con cintas de púrpura.

Era un mediodía de estío y calentaban el cielo los brazos de Cáncer. El ciervo, cansado, se recostó a la fresca protección de los árboles.

Imprudentemente, allí Cipariso lo hirió con un dardo, y cuando vio que se moría, quiso morir él mismo. En vano, Febo trató de consolarlo, mostrándole que no era bastante la causa para la determinación tomada. Él persiste, y solo pide a los dioses que lo hagan llorar por siempre. Entonces, vertida en llanto su sangre, comenzó todo él a verdear, y sus cabellos se erizaron rígidos y apuntaron al cielo. Gimió Apolo, y le dijo que, así como él lo lloraría, Cipariso lloraría a otros y asistiría a sus duelos”.[59] ¿Tiene corazón, capitán Fernández?, preguntó finalmente Ribera.

– Luis, mi nombre es Luis Fernández Giraldi.

– Como yo, soy Luis Ribera Pinedo, mucho gusto.

– Igualmente, pero ¿por qué Cipariso lloraría a otros? ¿Qué sucedió con él?

– Apolo apiadado de él, lo convirtió en un ciprés, el cual es “el árbol mortuorio por excelencia”.[60]

– Apolo debió haberlo amado mucho para entregarle ese regalo, y a la vez apiadarse de él.

– Sí, Apolo amó a muchos jóvenes…

– Me haces recordar a alguien, a un amigo que está en Valparaíso, Pedro. Él es más sentimental, habíamos dicho que alguna vez vendríamos a esta ciudad.

– Bueno, te adelantaste un poco, la próxima sabrás a dónde ir.

– ¿Por qué te gusta ese libro y las escenas que me has leído?

– Porque las siento mías, así es como intento vivir; y con mayor razón ahora, en estos tiempos de guerra, de ocupación, de haber sido herido de muerte a mis treinta y cinco años de vida y no saber si me recuperaré del todo. Como Cipariso perdió su amado ciervo, y el propio Apolo perdió a Jacinto, yo he perdido mucho en esta vida. Desearía que el dios llegase y se apiade de mí convirtiéndome en un árbol también.

Los dos jóvenes se quedaron por un tiempo en silencio, entregados a un estado de imaginación y placer, quizás en visiones voluptuosas, por momentos se miraban y por otro mantenían los ojos cerrados.

– Pedro, te extraño, quisiera volver a verte, extraño tu cercanía, tus palabras, tu aroma, todo lo tuyo que ha sido mío, y que no encuentro nada más placentero y reconfortante. No importa hacer bien o mal, no importa nada ya. Prometo ser más comprensivo, más atento y menos temeroso. Entiéndeme por favor. Con ese anuncio, Luis Fernández rompió el silencio de la habitación.

– Te entiendo, también te extraño y te espero Luis, haremos ese viaje juntos como habíamos prometido, respondió Luis Ribera.

– Perdóname Pedro, te prometo volver pronto, mientras comenzaba a llorar.

Los dos jóvenes se abrazaron, Luis Fernández sentía descargarse de todo, solo quería seguir así, abrazado de Pedro eternamente. Luis Ribera respondía consolándolo, haciéndolo sentir querido, confortado, cuidado y protegido.

Se quedaron dormidos, y transcurrido unos cuarenta minutos, Fernández despertó del sueño. Se percató que tenía su brazo sobre la cadera de Ribera y se apartó, no entendía como estaban tan cerca y respirándose casi el uno al otro.

Ribera también despertó y no le dio ninguna explicación a Fernández, que volvió a su habitual conducta acorazada.

– Vámonos, ya tienes tu libro y debo volver al cuartel. No tengo idea del tiempo.

– Sí, gracias por acompañarme en esto, respondió Ribera recogiendo el libro que había quedado en el piso e intentando hacer memoria, pues creyó que había desaparecido.

Salieron hacia la entrada de la pulpería, el señor Chong los saluda nuevamente, mientras Ribera coloca el dinero sobre el mostrador. El señor Chong revisa y suelta una gran sonrisa, mientras hace un gesto de agradecimiento con la cabeza.

– Ya es de noche, espero no tener problemas, debo regresar antes al edificio de la Biblioteca.

– Esta bien, yo debo regresar a casa.

– Bueno, mucha suerte Ribera, que tengas buena salud y buena vida, hasta otra oportunidad.

– Igualmente para ti Fernández, hasta otra oportunidad, y Pedro está esperando por ti.

Fernández se desdibujó en un instante, y antes que pudiera hacer pregunta alguna, Ribera había comenzado a marchar rápidamente caminando por la calle del Capón, perdiéndose entre la multitud.

– Pedro… ¿Cómo es que él…? Bueno, sí, Pedro está esperando por mí…

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*[1] La presente estampa se ha inspirado en algunos bellos episodios narrados en el libro “Nuestros Héroes: Episodios de la Guerra del Pacífico 1879-1883” (Gonzáles, N., 1979). En el transcurso del texto indicaremos los respectivos episodios usados.

[2] El acontecimiento del asesinato de un oficial del Ejército chileno por parte de una dama limeña, aparte de otros datos clave, se narra en “La Lucrecia peruana” (Gonzáles, 1979, pp. 21-28).

[3] Pasaje tomado de (Cáceres, Z., 1921, p. 36, citado en Rivera, R., 1984, p. 19).

[4] Pasaje en (Salinas, F., 1893, 24, citado en Mc Evoy, C., 2016, p. 333).

[5] Hoy cuadra 1 de jirón Huancavelica.

[6] Con este nombre eran conocidos los soldados de la policía chilena (Gonzáles, N., 1979, p. 22). Sobre este punto, se menciona que, frente al problema de la inseguridad, “la administración chilena levantó un improvisado cuerpo de policía” (Retamal, F., y Retamal, P., 2021).

[7] Sobre este punto (Rubilar, M., 2018, pp. 67-92).

[8] Se indica que el decreto fue dado el 19 de enero por el general en jefe Manuel Baquedano antes de partir al sur, dejando como jefe político y militar a cargo de la administración de Lima al general Cornelio Saavedra (Tapia, A., 2018, pp. 141-160).

[9] Con esta expresión firma Baquedano una carta enviada al presidente Aníbal Pinto desde la Casa de Pizarro. Ver: http://www.limalaunica.pe/2012/02/la-vida-en-lima-durante-la-ocupacion.html  

[10] Sobre este dato (Eulogio Altamirano a Aníbal Pinto, Lima, 20 de enero 1881, en AN.FV., vol. 415, f. 196, Citado en Mc Evoy, C., 2016, p. 331).

[11] Es el mismo decreto dado el día 19 de enero por Baquedano.

[12] Pasaje en inspirado de (Cáceres, Z., 1921, p. 24, citado en: Rivera, R., 1984, p. 13).

[13] Se menciona ‘comuna limeña’ en alusión a la ‘comuna de París’, debido a la comparación que se hacía en Chile de esta guerra con la guerra de Prusia contra Francia, en donde Chile cumplía con la labor de Prusia, esto es, evitar el triunfo del comunismo. Además, la mención de ‘comunismo’ se asocia a partir del desorden social que se produjo tras los desastres de San Juan y Miraflores (Guzmán L., 2020, p. 103). Con ‘comuna limeña’ se entendía también “la rebelión popular, con saqueos, incendios y muertos” (Mc Evoy, C., 1997, pp. 213-214, 240, citado en Ramón, G., 1999, p. 2014).

[14] Con relación a los desmanes producto de la batalla de San Juan y Miraflores (Retamal, F., y Retamal, P., 2021).

[15] Para los escritores y políticos chilenos este era el incomprensible carácter de los peruanos, más aun frente a la derrota (Mc, Evoy, 2016, p. 327).

[16] Lima era considerada como la ciudad de los placeres y el amor, para ello revisar el episodio “Lima” (Gonzáles, 1979, pp. 62-69). La ciudad también era considerada como la “Sodoma sudamericana”, en La Patria, 20 de enero de 1881, y El Mercurio de Valparaíso, 22 de enero de 1881 (Mc Evoy, C., 2016, p. 331).

[17] Sobre el paso del Ejército chileno (Mc Evoy, C., 2016, p. 333).

[18] Frases tomadas de (Gonzáles, N., 1979, p. 62).

[19] Se autorizó “ocupar Lima con las siguientes fuerzas: tres baterías de artillería de campaña, Regimiento “Buín”, 1° de Línea, Regimiento de Línea de Zapadores, Batallón “Bulnes”, Regimiento Cazadores a Caballo y Carabineros de Yungay” (Rivera, R., 1984, p. 14).

[20] Para Ahumada, el hecho de no haber hecho gritos ni manifestaciones hostiles a los vencidos es una prueba que los chilenos no eran la imagen de insolentes bandoleros (Ahumada, P., 1888, p. 106, citado en Rivera, R., 1984, p. 15). 

[21] Sobre este punto es importante mencionar que existía en el imaginario chileno y también por algunos peruanos que Lima era una ciudad entregada a muchos vicios, dos de los principales: la homosexualidad (que incluye las maneras afeminadas) y la toxicomanía (More, F., 1919). En el periodo de posguerra destaca las ideas de Gonzáles Prada sobre la tarea de forjar modelos masculinos guerreros y seculares y menos románticos, puesto que “la derrota habría puesto en duda no solo la fortaleza, sino también la virilidad del cuerpo nacional” (Peluffo, A., 2019, p. 25). El Comercio y Gonzáles de Fanning mencionaban también que “la derrota en la guerra (…), planteó el problema de la debilidad de los peruanos” (Muñoz, F., 2001, p. 166). Además, el diario El Chilote llamaba a Lima en su editorial, la “Babilonia moderna”, la cual “había sido invadida con la finalidad de “purificarla de sus crímenes” y “hacerla una nación verdaderamente honrada y amante del decoro” (El Chilote, Castro, 5 de febrero de 1881, citado en Mc Evoy, C., 2006, p. 199).

[22] Se menciona que los limeños se alistaron en masa cuando los chilenos estaban a puertas de Lima, a fines de 1880 (Rengifo, D., 2018, p. 126).

[23] El 22 de febrero, el general Saavedra, en una misiva al presidente Pinto, le informa el envío a Chile de algunos materiales que por su valor científico serían de gran utilidad en algunas instituciones especializadas chilenas. Ello incluía maquinaria de moneda, maestranza, factorías, utensilios de laboratorio de física, química, además de material de los museos Raimondi, de la escuela de medicina, escuela de minas, entre otros documentos de instituciones públicas y de interés netamente nacional (Mc Evoy, C., 2016, p. 327; Palma, R., 1964, p.27).               

[24] La solicitud fue negada por el canónigo Manuel Santiago Medina, siendo no acatada, pues la ceremonia se realizó el día 3 de febrero por orden del general Baquedano (Rivera, R., 1984, p, p. 20).

[25] Este peculiar hecho es narrado por José Chaupis (Retamal, F., y Retamal, P., 2021).

[26] El Hotel Maury, ubicado en la calle Bodegones, para la época poseía servicio de comedor a las 9:30 de la mañana y a las 4:30 de la tarde. Había café, billar y un bar bien surtido de vinos y licores (Orrego, J., 2009).

[27] Este personaje y algunos datos relacionados son el mencionado en el episodio “La Paloma” (Gonzáles, 1979, pp. 256-262).

[28] Datos obtenidos de (Rivera, R., 1984, p. 17).

[29] Para esta referencia de las dulcerías (Pacheco, J., 2018).

[30] Referencia en (Los apuntes de Daniel, 2017).

[31] Dato tomado del episodio “El cholo Castilla” (Gonzáles, 1979, pp. 117-123).

[32] Referencia en (Los apuntes de Daniel, 2017).

[33] Ibíd.

[34] Ibíd.

[35] Ibíd.

[36] La lista se basa en lo que se consideraba la comida de “gente decente” y era parte de los festines criollos, como el ofrecido en el Club Nacional en honor a Miguel Grau el 21 de junio de 1879 (Torres, V., 2014, p. 259). También se puede ver sobre la dieta para la época (Guardia, S., 2009; Lima la única, 2010).

[37] Sobre las pulperías en la calle Santa Clara (Reyes, A., 2014, pp. 178-179).

[38] En el episodio “La Paloma” se menciona la palabra cantinera, pero ello era más común para las mujeres chilenas que apoyaban a su Ejército. En el Perú y Bolivia era más común el término ‘rabona’ o ‘rabonera’, que al parecer deriva a la posición que ocupaban en los pelotones, al final. Su misión era diversa, desde tareas de curar y atender a los heridos hasta labores domésticas de cocina y lavandería (Museo Histórico Nacional, s/f).

[39] Hasta 1879 hubo presentaciones de teatro de obras peruanas patrióticas, las cuales descienden marcadamente en 1880. Además, es importante mencionar que las funciones se suspendieron luego de la muerte de Grau y posteriormente de Bolognesi. Durante 1880, la clase alta, asidua al teatro, deja de asistir, para dar paso a un público de clase media y más joven. Asimismo, durante la ocupación esta tendencia se mantuvo, incorporándose el grupo de los oficiales chilenos (Rengifo, D., 2018, pp. 119-140).

[40] Sobre esta lista de material bibliográfico (Díaz, N., s/f).

[41] Estos hechos son ciertos, pues según se sabe, el propio Ricardo Palma incautó el texto Opus pulcherrimuz chiromantie cum multis additiôbus nouiter impressuz, impreso en Venecia en 1499 y con condición de incunable europeo, a un soldado chileno en 1881. Este tratado de quiromancia fue donado por el libertador José de San Martín a un soldado chileno que lo tenía para venderlo (Biblioteca Nacional del Perú, s/fa).

[42] Para el registro del hecho (Carcelén, C., y Maldonado, H., 2014, p. 143).

[43] Sobre la carta enviada por el director de la Biblioteca (Palma, R., 1964, p.31).

[44] Original en el episodio “¡Delenda Carthago!” (Gonzáles, N., 1979, p. 35).

[45] Esta escena se respalda en que “la tristeza, vergüenza y miedo forman parte de un abanico de emociones débiles (y femeninos) que deben reprimirse como respuestas afectivas al trauma nacional (…) [los hombres] tienen que sufrir en secreto, en parte para no ser como los grupos subalternos (mujeres, niños, indígenas)” (Peluffo, A., 2019, pp. 22-23).

[46] Curiosamente se mencionaba que “muy superiores a los hombres tanto física como moralmente, son las mujeres de Lima (von Tschudi, J., 1854, p. 67), pues “los hombres limeños son afeminados y adversos a cualquier clase de actividad que les demande ejercicio” (von Tschudi, J., 1845, p. 65), así como más entregados a la moda europea que a los temas de política regional (Oliart, P., 2004, p. 268).

[47] Estas características sobre el perfil del ‘roto’ que no se encuentra circunscrita solamente al hombre de pueblo se encuentran mencionadas en el episodio “El roto” (Gonzáles, N., 1979, pp. 79-85).

[48] Las barras indicaban el número de participaciones en combates previos, medida que había establecido el Ejército (Razón y Fuerza, 2010).

[49] Este dato lo corrobora la propia institución en su portal (Biblioteca Nacional del Perú, s/fb).

[50] Ya en mayo de 1859 el diario El Comercio emite una nota sobre la presencia de chinos en la calle del Capón, donde se menciona, “era un olor ocre, fuerte y pronunciado a ese opio en bruto con que acostumbraban entretener sus sesiones. El sueño se apoderó de nosotros tan solamente al aspirar la soporífera atmósfera que partía de esa casucha” (Rodríguez, H., 2004, pp. 397-398). Posteriormente, las acusaciones que luego se harían en relación al Barrio Chino era el consumo de drogas, las enfermedades transmisibles, la inmundicia, el juego y la sodomía (Ramón, 1999, p. 205). Además, ya para la época se decía que ese lugar aparte de hacinado e insalubre, según la tesis del Dr. César Borja en 1877 (Palma, P., y Ragas, J., 2018, p. 168).

[51] Referencia en (Los apuntes de Daniel, 2017).

[52] Efectivamente en el callejón Otaiza existían fondas, casas de préstamo, encomenderías, salones para fumar opio (Chuhue, 2016, p. 40).

[53] Se referían al teatro Odeón, ubicado dentro del callejón Otaiza y en donde actuaba la Sociedad Asiática Teatral haciendo representaciones chinas que podían durar hasta ocho días como los escenarios de Pekín. Este teatro siguió funcionando durante la ocupación de Lima (Chuhue, 2016, pp. 37-38).

[54] Descripción tomada de (AGN, Informe del 15 de mayo de 1916. Ministerio del Interior, Prefectura del Lima, leg. 183, citado por Muñoz, F., 2001, p. 175).

[55] Extracto de (Nuño, A., 2021).

[56] Adaptación y traducción propia de (Hodgson, B., 1999, p. 111).

[57] Frase tomada de (Muñoz, F., 2001, p. 162).

[58] Met. 10. 107.

[59] Met. 10. 106- 147.

[60] Tomado de (Cairo, M., 2018, p. 63).