Esta semana otro hecho político registrado al interior del fujimorismo llamó la atención del público. Resulta que el gobernador regional de Ica, Fernando Cillóniz, de Fuerza Popular, fue duramente criticado por la líder de esta agrupación, Keiko Fujimori, luego de que este denunciara prácticas desembozadas de clientelismo de parte de congresistas keikistas. No obstante, lejos de recibir estas denuncias y poner en práctica un proceso de investigación interno, Fujimori optó por acusarlo públicamente de traición y amenazarlo con investigaciones en un próximo gobierno regional que ella da por hecho será también “naranja”.

Desde esta tribuna, no queremos detenernos en resaltar el tantas veces analizado “talante autoritario” de Fuerza Popular, el que creemos ya está debidamente registrado y evidenciado. Como en otras ocasiones, aquí creemos que resulta más relevante apuntar a las prácticas clientelares que el fujimorismo ha asumido como su estrategia de acción política, y la cual es la otra cara de su actitud autoritaria. Con esto, no pretendemos asumir que solo los fujimoristas son clientelistas, ya que, evidentemente, esta es una práctica enraizada en la cultura política nacional de la cual es difícil apartarse para cualquiera que opte por trabajar en los asuntos públicos.

El clientelismo opera como una red de relaciones entre actores (políticos o no) quienes a través de la entrega de dádivas obtienen a su vez un favor a cambio. Esta red de intercambio de favores no tiene que necesariamente ser corrupta, ya que en buena cuenta se trata simplemente de una forma de relacionamiento con miras a obtener un beneficio privado. De esta manera, a través de este quid pro quo colectivo, se cimentan relaciones de confianza entre los miembros de esta red, a la cual para acceder se tendría que entrar a la dinámica de intercambios. El mérito, entendido como los logros individuales que legitiman los beneficios alcanzados (educación, trayectoria, trabajo, dedicación) no es tomado en cuenta, al igual que las reglas de juego establecidas en las instituciones y, a veces, hasta la normativa legal. Al menos no tanto como la calidad de las relaciones y la capacidad de ofrecer algo.

Este es más o menos la lógica o el sentido en que se desarrollan estas redes de clientelaje. El problema está cuando esta práctica se produce en el Estado, donde al menos en teoría debería funcionar bajo la lógica del mérito y el apego a la ley. Sin embargo, vemos que quienes conforman estas redes prefieren saltarse la valla de las normas legales y las instituciones, y optan por el atajo de acudir al amigo en un puesto de poder.

Esto es, letras más, letras menos, lo que denunció Cillóniz, quien en una entrevista en La República (24/06/18) resume cómo fue abordado por congresistas, principalmente de Fuerza Popular, para colocar a allegados en puestos públicos, o también para pedir el despido de algún funcionario incómodo. Todo lo cual apuntaría a la devolución de un favor previamente recibido o, al menos, a generar las condiciones para que esto se produzca.

En conclusión, la corrupción sería, desde esta mirada, la consecuencia lógica de un comportamiento que no reconoce reglas de juego institucionales, sino su propia lógica de intercambio. En otras palabras, para luchar contra la corrupción se requiere afrontarla desde la escuela.

Por último, este sancochado de derecha que es el fujimorismo, no ha servido, sin embargo, para atraer solo a políticos expertos en prácticas de clientelaje, sino también a actores políticos de clara tendencia conservadora. En este sentido, llama la atención que estos que pregonan elevados valores morales de inspiración divina no tengan escrúpulos en aliarse con actores políticos de dudosa moral.