En el Perú, la política es cuestión de fe. En lugar de organizarnos para exigirle a las autoridades electas el ejercicio honesto, democrático y concertado de políticas públicas, albergamos la “esperanza” de que así sea, y nos sentamos a esperar que los politiqueros, al asumir el cargo, sean ungidos por la gracia divina, a pesar de que la mayoría llegue a la función pública con un prontuario que envidiaría cualquier delincuente. Es por eso que la democracia representativa, o sea, votar cada 4 o 5 años, nos hace sentir impotentes frente a -por ejemplo- la corrupción, puesto que son ellos, los corruptos, los designados a luchar contra sí mismos. 

¿Por qué no nos hacemos cargo de nuestro propio destino a través de la democracia participativa? Porque como ciudadanos nos generaría más obligaciones cívicas; como empresarios más responsabilidades laborales; como medios de comunicación más obligaciones culturales; como universidades más compromisos sociales; etcétera. Nos conviene simplemente ir a las urnas y luego tener fe de que todo cambiará automáticamente, lo cual le conviene a los politiqueros que aprovechan nuestra desidia para hacer lo que sus intereses o patologías le mandan. 

Por eso, si el presidente Martín Vizcarra, a quien algunos le tienen tanta fe, nombra como Premier a Ántero Flórez-Araoz, no solo significará que está a favor de la misoginia, el racismo, la homofobia, etcétera; también significará que el fujimorismo lo usa como muñeco de ventrílocuo para imponerle su agenda al país, por lo cual no merece ningún periodo de gracia, y menos esperanza, ni por Semana Santa.