La semana pasada saltó la polémica en las redes por el anuncio del canal HBO de retirar temporalmente de la plantilla de películas de su programación al clásico hollywoodense “Lo que el viento se llevó”. La medida, indudablemente influenciada por las multitudinarias protestas en todo Estados Unidos contra el racismo a raíz del asesinato policial de George Floyd en Mineápolis, Minesota, resucitó un debate de los últimos años sobre la llamada censura “políticamente correcta” que se estaría impulsando en diferentes artes, se supone por presiones de grupos tradicionalmente marginados, estigmatizados, cuando invisibilizados, como los colectivos feministas, LGTBI y étnicos.

Es cierto que en los últimos años hubo varias propuestas de limitar la difusión de ciertos contenidos u autores por parte de grupos privados y públicos dominados por el ‘correctismo’ supuestamente progresista en sus intenciones, pero al final retrógrado, como toda censura. Sin embargo, en la mayoría de los casos no fueron más allá de intentos torpes antes que acciones definitivas, como el mismo caso de HBO que trató de justificarse con el anuncio de reposición futura de la película prosureña, pero con la colocación de carteles explicativos y contextuales.

Lo de los carteles molesta a muchos y es entendible. Yo mismo no soy un convencido de ello, pero lo prefiero mil veces a cualquier posibilidad de censura. Al fin y al cabo, la exhibición por televisión, que es de lo que estamos hablando, utiliza frecuentemente ese recurso para deslindar responsabilidades “con el contenido del siguiente programa”, y otros casos parecidos. La historia permite relecturas, y el cine, como cualquier otro producto artístico y comunicativo, se le debe acercar respetando su contexto, pero también atendiendo a las nuevas miradas del presente. No se puede ni debe negar el pasado, pero tampoco pretender que sea inamovible, porque hasta las piezas de museo son intervenidas con textos y carteles explicativos. El resultado es que tras la retirada de HBO, LQEVSL a pesar de los 81 años que tiene de realizada, se convirtió en número uno en ventas y reproducciones en su rival Amazon.  

En el Perú hubo también un debate similar sobre este punto hace unos años con el estreno de la versión fílmica de “La Paisana Jacinta” dirigida por Adolfo Aguilar, que motivó justificados reclamos de colectivos y personas comprometidas en la lucha contra el racismo y la discriminación, que habían llevado una larga campaña contra el personaje televisivo que lo inspiraba. Pero a veces el infierno puede estar empedrado de buenas intenciones, y por más cuestionable y denigrante que nos pueda parecer, la censura nunca es una buena solución, y la más de veces termina favoreciendo al censurado. A su manera el entonces ministro de Cultura, al advertir sobre la película y su significado ofensivo para muchos peruanxs, hizo un poco el rol de advertencia antes señalado que, aunque a algunos molestó, fue una forma correcta, aunque limitada, de fijar una política oficial en este controversial tema.

Nada de esto se compara con la campaña desatada en los últimos días por los grupos civiles y militares de derecha, conservadores y fascistoides contra la película “Hugo Blanco: Río Profundo” de Malena Martínez, que recibió apoyo económico del Ministerio de Cultura para su distribución alternativa. Aunque en verdad no era la primera vez que estos sectores y sus expresiones políticas partidarias se las habían prendido contra los premios de la Ley de Cine y varias películas que cuestionaban su historia oficial. Por eso cuando discutían una nueva norma en el Congreso, una parlamentaria fujimorista quiso introducir un artículo para prohibir proyectos que podrían considerarse “apología del terrorismo”, y más adelante, en el proyecto ya aprobado por el pleno del Congreso en primera votación se contrabandeó un artículo que impedía la presentación a los concursos y beneficios de la Ley de “las obras que vulneren o no respeten el ordenamiento jurídico peruano y los reglamentos de la presente ley”      

La intención de esta gente y su batería mediática no es “advertir” o “explicar” las películas que no son de su agrado, o dar su versión, sino sencillamente censurarlas, eliminarlas, impedir la circulación y exhibición, porque no quieren que la historia se revise y discuta, y por eso es más práctico el terruqueo con comunicados altisonantes, lo mismo que hicieron contra la obra de teatro “La Cautiva”, las Tablas de Sarhua o el Lugar de la Memoria (LUM).  Y se llenan la boca con el supuesto malgasto del dinero del presupuesto público (casi 120 mil soles para el documental) que dicen hubiera servido para el combate de la pandemia, los mismos que son incapaces de cuestionar el mercantilismo de la salud por las clínicas privadas, los monopolios del oxígeno y las farmacias, y el acaparamiento de los 24 mil millones  de soles en créditos del Estado por la banca para las grandes empresas, medios de comunicación y estudios de abogados comprometidos en la corrupción. Pura hipocresía.

Por lo demás, ha sido y es frecuente que en el cine latinoamericano se produzcan películas de procesos sociales y figuras políticas controversiales, incluso con apoyo de fondos gubernamentales. El camino no ha sido fácil. Por ejemplo, a México le costó mucho tiempo que se pudiera hablar de la masacre de Tlatelolco en 1968; así como en Chile del expresidente Salvador Allende y Miguel Enríquez, líder del MIR; en Uruguay de Raúl Sendic y los tupamaros; o en Argentina de los Montoneros y el ERP, y la violencia política de los 70, así como la brutal dictadura militar que vino después.  Lo que no ha estado exento de ataques e intentos de censura, como las que ha recibido la cinta “Marighella” de Wagner Moura, biografía del líder político, guerrillero y poeta brasileño, que el gobierno ultraderechista de Bolsonaro busca impedir su exhibición luego de ser aplaudido en Cannes el año pasado, al tiempo que recorta recursos al cinema brasileño y ahoga su Cinemateca, la más antigua del continente.

Ya vemos de dónde viene el ejemplo de toda esta rancia campaña, y que su objetivo no se limita a traerse abajo una película, sino toda expresión cultural crítica. No lo podemos permitir.