Algo que la derecha que nos gobierna desde hace cerca de tres décadas ha intentado inocular en el imaginario social es que la protesta está mal. Nos han querido hacer creer que la protesta daña un bien fundamental que ellos defienden: la propiedad privada. Y frente a esto, han aceptado que la mejor respuesta es la represión policial, a esto lo han llamado, el principio de autoridad. Por ello, cuando la policía entra a una institución autónoma violando su soberanía le llaman: retomar el control. Porque para este pensamiento fascistoide, solo puede haber control cuando la población está en silencio y conforme con lo que recibe, y cualquier intento de cuestionar la resignación para el poder hegemónico que nos gobierna es prácticamente un acto subversivo que hay que aplacar, no importa si hay muertos y heridos en el camino.

El pensamiento “muerto el perro, muerta la rabia” se impuso con más ferocidad en los tiempos fujimoristas (herencia de los racistas gobiernos de García y Belaunde), en donde cualquier persona que no entrara en la categoría de blanca era considerada “terrorista”, y cualquier que considerara denunciar la violación de derechos humanos era un “apañador de terroristas”. Desde ese tiempo hasta ahora, en la que mucha gente fue asesinada por el color de su piel, por la lengua que hablaba, por el lugar donde vivía y por las ideas que defendían, y muchos fueron a perseguidos por intentar ayudar a que no se cometieran tantas injusticias, nos ha quedado como un lastre permanente la satanización de la protesta y el continuo terruqueo. 

La protesta en el Perú incomoda el ideal de normalidad, progreso y buena vida que nos han hecho creer que estamos viviendo, es como cuando estás comiendo en tu fast food favorito y de pronto entra un niño a pedir limosna, no lo quieres ver, no lo quieres escuchar, porque te das cuenta de que allá afuera, hay gente sufriendo y viviendo en la más miserable de las condiciones, y eso no es agradable de sentir.  Por eso es necesario estigmatizarla, hacerla salir de las posibilidades de la realización, que sea imposible, que sea considerada innoble y sucia. Y que quien se atreva a hacerlo, que quien se atreva a protestar reciba todas las sanciones que una sociedad racista tiene para ellos: desprestigio, ilegitimidad, impunidad, muerte. 

Por ello hay que entender dos cosas:

Primero, que el derecho a la protesta es un derecho fundamental, y que gracias a este derecho se han logrado todos los beneficios que consideramos normales hasta el día de hoy: 8 horas de trabajo, leyes que penalizan la violencia contra las mujeres, frenar el racismo institucionalizado, que las empresas no se lleven todas nuestras riquezas y terminen dejando en el Perú solo basura, que las personas con TBC y VIH reciban atención gratuita, gratuidad de la enseñanza, pasaje universitario, que Keiko Fujimori no sea presidenta, medio millón de personas en las calles diciendo #NiUnaMenos, etc., etc. Sin protesta no tendríamos nada. Sin protesta estaríamos capturados por el poder político, por el poder económico y por el poder religioso. Sin protesta estaríamos esclavizados y sin posibilidades de mejoría. Sin protesta estaríamos deshumanizados y nuestras vidas perderían sentido. Desde la más pequeña protesta hasta la más gigantesca de ellas han sido relevantes para que transformemos el mundo en el que vivimos y lo hagamos más evitable. La protesta es un sentimiento que debería ser instaurado desde pequeños en el hogar y en las aulas, porque todos deberíamos estar conscientes que es la forma para empezar a cambiar las injusticias. 

Segundo, los estudiantes tienen derecho a interpelar a su universidad, a sus autoridades y a exigir cambios de igual a igual, sin jerarquías ominosas que terminan construyendo puestos, lugares y posicionamientos de mayor o menor poder. Por eso son importantes las estructuras universitarias de toma de decisiones, la participación del estudiantado y el diálogo intergeneracional horizontal. Cuando estas tres situaciones se violan, cuando las organización estudiantil no es tomada en cuenta, cuando la participación de los estudiantes es funcional a los intereses de las autoridades y cuando el diálogo es cerrado con prepotencia, es un deber fundamental de los estudiantes protestar, porque sino, los que tienen el mando terminan haciendo lo que les da la gana, y el espacio universitario es el espacio de disputa ideal en donde estos temas son relevantes y pueden ser resueltos, es el país en pequeño, es donde aprendemos a formarnos como personas, y si al final aprendemos a formarnos como borregos, es porque no hemos aprendido nada, nuestro paso por la universidad no ha sido provechoso, no cambiaremos nada a futuro. 

Protestemos, porque San Marcos se merece una educación de calidad, participación estudiantil plena y lucha contra el autoritarismo y la corrupción, el país nos lo demanda y ningún tanque, ningún policía y ningún rector lo impedirá.