Las mujeres sufrimos una serie de situaciones de violencia con las que convivimos día a día, y estas son tan constantes y permanentes que hemos llegado a normalizarlas y permitirlas porque creemos que no hay otra forma de vivir esas experiencias.
El parto y todo el proceso de gestación es tal vez un momento en donde esta se expresa en su forma más cruel y hemos llegado a creer que somos incompetentes para parir y que de alguna manera merecemos una especie de castigo que debemos enfrentar con fortaleza.
Todo ello representa una serie de sucesos que no son más que actos violentos ejercidos por todo un sistema de salud y por profesionales que no son conscientes de la magnitud de su violencia, porque fueron formados así, dentro de un sistema jerárquico y patriarcal que les ordena un trato autoritario o paternalista en el mejor de los casos.
La Organización Mundial de la Salud ha declarado, desde el 2014, que la violencia obstétrica es un tipo de violencia de género y califica como tales todas las intervenciones que antes eran consideradas como parte del proceso, esto debido al activismo feminista que identificó como hechos que vulneran nuestra naturaleza el trato deshumanizado durante esta etapa.
Todo esto tiene un origen histórico, pues desde siempre las mujeres hemos sido condenadas a parir con sufrimiento como castigo por el pecado de la lujuria, pues es el embarazo la prueba evidente de nuestra falta de pureza. Aunque resulte inadmisible hablar de este tipo de condenas en épocas actuales, las mujeres hemos venido sufriendo la estigmatización que el patriarcado nos ha impuesto y que señala nuestra sexualidad y reproductividad como algo cuestionable siempre, haciendo de un evento natural y fisiológico toda una situación en donde la iglesia, el Estado y la sociedad pueden intervenir sin que tengamos opción a decidir, perdiendo así la autonomía de nuestros cuerpos y de nuestras vidas.
Como parte de esto es común escuchar que insultos, gritos y maltratos son parte del proceso de atención, es más, hay una especie de predisposición en las mujeres que acuden a los establecimientos de salud, más aún en las mujeres que de manera permanente son víctimas de violencia, mujeres pobres, indígenas, afrodescendientes, campesinas, que hablan lenguas originarias, jóvenes, adolescentes y niñas violentadas, solteras y que acuden sin acompañante, entre muchas otras. Mujeres que viven su parto, que en muchos casos ya es en sí un acto de violencia (considerando la tasa elevada de embarazos no deseados y como consecuencia de violaciones sexuales), como un evento aterrador y de espanto, debiendo parir en medio de cuestionamientos, sin respeto a sus costumbres en una posición incómoda que incrementa el dolor, pero que se instauró para el bienestar de quien atiende, más no de quien está pariendo.
Es así que de alguna manera tenemos claro, aunque no siempre, que no debemos tolerar ningún tipo de agresión verbal, así como tampoco la demora en la atención; pero hay una violencia aún oculta que se esconde de una forma perversa y lo es aún más cuando claramente podemos darnos cuenta que quienes la ejercen son incapaces de admitirlo y por el contrario creen estar haciendo las cosas bien.
Esta proviene desde el simple hecho de haber convertido un proceso natural y fisiológico de la mujer gestante en un procedimiento médico e incluso quirúrgico, en donde la experiencia y saberes propios de las mujeres se reemplazan por el conocimiento y la evidencia científica, en donde la mujer pierde su condición de sujeta de derecho para convertirse en objeto de intervenciones y de pronto se encuentra en una relación jerárquica en donde debe cumplir órdenes de quien se autodefine superior a ella y decide sobre su cuerpo amparado en la ciencia y el poder que la institución de salud le otorga desconociendo derechos y mercantilizando cuerpos.
Es en ese contexto que la mujer ingresa a un establecimiento de salud, es separada de sus seres queridos, es ingresada en un espacio frío y hostil, es desnudada y colocada en una camilla con las piernas abiertas, es rasurada, y manipulada por muchas personas que no le preguntan nada ni tampoco se lo explican, pues asumen que no va a entender, pues claro está que dentro de un sistema de salud como el nuestro es el personal de salud quien lo sabe todo.
Y así aunque no le griten e incluso la traten con amabilidad y hasta con cariño empieza a ser la víctima de una de las violencias más terribles y salvajes al utilizar medicinas innecesariamente, cuando le practican la episiotomía (incisión quirúrgica que parte desde la vulva), que nos enseñan sirve para evitar desgarros y amplían el espacio de salida del recién nacido, al cortar el cordón umbilical rápidamente y separar al recién nacido de la madre para que sea medido y vestido, identificado y evaluado, para luego ser llevado a un espacio alejado, mientras ella se conforma con haberlo visto desde lejos y haber escuchado su llanto que le indica que nació vivo, es así, que en medio de esa angustia entre la felicidad y tal vez la agonía o desesperación, según sean las condiciones en las cuales el embarazo se produjo, es suturada y medicalizada nuevamente, mientras le piden que colabore y ella está ahí tendida como si fuera inerte, sangrando, sin autonomía y sin voz.
Y a pesar de todo lo terrible que esto parece ser, no es el peor de los escenarios, pues existe la alta probabilidad que se le comuniquen que es incapaz de parir, o que el producto presenta algún riesgo o lo que es peor, que le hayan dicho desde siempre que ella puede ser programada para una cesárea y evitar así el “sufrimiento” del parto natural. Entonces es sometida a una intervención quirúrgica que la coloca en riesgo y que además significa un incremento del presupuesto económico; pero ¿quién le puede discutir a la autoridad en la materia sobre la pertinencia del procedimiento? No hay forma de tomar una decisión, la paciente y sus familiares saben que solo deben cumplir órdenes porque así es este sistema, no nos permite cuestionar a la autoridad y confiamos en que existe una decisión que se basa en el bienestar de la madre y su producto, y jamás pensaremos que se trata de un acto mercantilista que mueve la economía y sustenta los grandes complejos hospitalarios privados, que además sirve de entrenamiento para los futuros cirujanos en los establecimientos públicos. Por esta razón el Perú ya duplica las tasas de cesáreas recomendadas por la OMS y esta llega hasta el 60% en los establecimientos privados, siendo lo máximo permitido el 15%.
Pero a nadie parece importarle porque a pesar de que se ha identificado con evidencia científica tanto a nivel clínico como de gestión y de salud pública la importancia del apego y lactancia inmediata del recién nacido, la demora en el corte del cordón umbilical como prevención de la anemia neonatal, las posturas de parto cómodas para la mujer y que respeten sus costumbres, el acompañamiento de la familia en el proceso, la no utilización de medicamentos y no intervenir de manera quirúrgica como parte de la rutina, además de promover que el parto vuelva a convertirse en un momento familiar en el hogar y no en una institución; los gremios profesionales en el Perú están enfrentados para determinar quién tiene el poder sobre el parto, se arrebatan a la paciente tirando de cada pierna y al recién nacido desde cada extremo del cordón, olvidando que el proceso de parto y el recién nacido le pertenecen a la mujer y no a ningún profesional, que las normativas deben estar basadas desde la perspectiva de ella sin calificarla como paciente porque no está enferma y el producto, salvo que nazca con alguna complicación, no requiere de mayor intervención que el apego y el apoyo para cumplir con su normal desarrollo.
Que estas fiestas navideñas y de año nuevo no sean motivo de programación de cesáreas, que estas fiestas sirvan de reflexión para dejar de disputarse procedimientos que solo contribuyen con perpetuar la violencia de género, le quitan autonomía a las mujeres, convierten en un negocio lo que es un proceso natural y de vida, contribuyendo con este sistema capitalista que le pone precio a nuestras vidas.
Hagamos de este momento un espacio de compromiso por la promoción del respeto a los derechos humanos, ya que esto no va a suceder si seguimos insistiendo en que la jerarquización es la mejor forma de organización, sería potente revolucionar la forma en como nacen nuestras futuras generaciones, porque si seguimos permitiendo que más niñas y niños nazcan en medio de la violencia y la mercantilización, seguiremos perpetuando la cadena de vulneraciones de derechos que nos convierte en esclavos del sistema económico, haciéndonos creer que ganamos dinero cuando en realidad se enriquecen los poderosos explotándonos y obligándonos a maltratar a nuestros propios hermanos.