Texto: Daniel Siguas Hernández
El 17 de diciembre de 1996, la unidad de fuerzas especiales “Edgar Sánchez” del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), dirigida por Néstor Cerpa Cartolini, quien había sido secretario general del sindicato de Cromotex durante la toma de la fábrica en 1979, ocupó la residencia del embajador japonés en Lima y tomó como prisioneras a casi 800 personas, entre políticos, empresarios y diplomáticos acreditados en el Perú.
La acción se realizó en protesta por el apoyo que el gobierno japonés brindaba al régimen fujimorista, pese a las denuncias de violación de derechos humanos y corrupción en su contra. Entre sus demandas se encontraban, además, la liberación de los miembros presos del MRTA y el fin de la política económica neoliberal que el gobierno peruano venía aplicando.
Con el paso de los días, la mayoría de prisioneros fueron puestos en libertad, quedando 72 de ellos, entre funcionarios de los tres poderes del Estado, altos mandos militares y policiales, diplomáticos y políticos vinculados al régimen fujimorista.
El 22 de abril del año siguiente, tras casi cuatro meses de conversaciones infructuosas (a lo largo de las cuales el gobierno preparaba ya una salida militar), se ejecutó la operación «Chavín de Huántar». Dicha operación contó con la participación de 140 comandos y consistió en el asalto de la residencia, la liberación de los rehenes y la ejecución de los rebeldes. Culminó con 71 personas liberadas y 17 personas fallecidas. De estas últimas, un rehén, dos comandos y los 14 rebeldes: Néstor Cerpa Cartolini, Roli Rojas Fernández, Víctor Cáceres Taboada, Luz Dina Villoslada Rodríguez, Eduardo Cruz Sánchez, Iván Meza Espíritu, Alejando Huamani Contreras, Adolfo Trigoso Torres, Antonio Shingari, Salomón, Peceros Pedraza, Herma Luz Meléndez Cueva y Bosco Honorato Salas Huamán.
Tenía 8 años y recuerdo que vi por televisión como Fujimori subía las escaleras de la residencia para pasar revista al éxito de la operación, por sobre los cuerpos mutilados de los tupacamaristas. Sus restos fueron mostrados como “trofeos de guerra” de un régimen corrupto y dictatorial que necesitaba de victorias para legitimarse ante los ojos del país y del mundo. Luego se supo que al menos tres miembros del MRTA fueron capturados con vida y ejecutados cuando estaban bajo custodia de las fuerzas policiales, demostrando así que la operación tenía por objetivo no solo liberar a los rehenes, sino, además, acabar con todos los insurgentes.
Uno de estos casos, el de Eduardo Cruz Sánchez (Tito), motivó un fallo de la CIDH contra el Estado peruano, a fin de que se investigue y sancione penalmente a los responsables de su ejecución extrajudicial. Concluida la operación, los cuerpos de los rebeldes muertos fueron llevados a la morgue del Hospital de Policía, donde se les practicó la autopsia sin intervención de la Fiscalía. Los resultados se mantuvieron en secreto y no se permitió la presencia de los familiares para la identificación de los cuerpos, que finalmente fueron enterrados en secreto en diferentes cementerios de Lima, como NN y sin que sus seres queridos pudieran velarlos.
Manuel Azaña, presidente de la II República durante la guerra civil española, escribió en 1937: “Se tejerá una historia oficial, para los vencedores, y acaso una antihistoria, no menos oficial, para los proscritos”. En el caso de los tupacamaristas muertos en abril de 1997 no ha sido distinto. Allí donde militantes de izquierda se embarcaron en un proyecto armado para hacer realidad los cambios sociales que postulaban, se ha tejido una antihistoria, según la cual solo eran un grupo de “terroristas” -pese a que sus acciones descartaron el uso del terror como método de guerra-, impidiéndose hablar de justicia y de derechos humanos. Fujimori y Montesinos dejaron el gobierno hace 18 años, sin embargo, hasta ahora no se admiten voces que digan lo contrario.