Estamos experimentando una manera distinta y distante de morir. Llevamos en el corazón más de 2600 fallecidos “oficialmente” por Covid-19 en el Perú. Y remarco lo oficial porque sabemos que nuestras autoridades siempre gobernarán de manera tutelar y a espaldas del pueblo. Mientras menos sepamos, más fácil será controlarnos.

¿Cuánto más le tiene que doler al cuerpo para que el ser humano reaccione? Pero, ¿cómo va a reaccionar si el cuerpo que es sacrificado está adormecido políticamente? El rico y poderoso ha fabricado un cuerpo explotable y lo ha convencido de que la autoexplotación es el camino del éxito.

Pueden existir varias teorías conspiratorias que expliquen la actual pandemia, lo cierto es que estamos envueltos en una nueva guerra que busca conseguir nada menos que dominar la economía más fuerte del mundo a costa de pérdidas humanas, depredación del suelo, saqueo de recursos naturales, contaminación, devastación de la flora y fauna silvestre.

La historia nos ha contado que, al final de una crisis mundial, todas las naciones buscan reconstruir sus economías, repotenciando sus industrias y comercios.

No nos sorprende que, en plena pandemia, el empresariado peruano orille al Presidente a salvaguardar sus arcas y nos haga saber que la fuerza obrera del país tiene el deber cívico de salir del confinamiento para mover la economía, a costa del contagio. Alguien se tiene que sacrificar, ¿no?

A más de 60 días de aislamiento social obligatorio, existen millones de peruanos que antes de pensar en el riesgo a morir por coronavirus, ya tenían el hambre metido en las venas.

Los peruanos ricos son un porcentaje reducido, las familias pobres y en pobreza extrema se cuentan por millones. La escandalosa concentración de riquezas de un sector de la población es insultante.

La figura diaria de hombres y mujeres transitando en los mercados para abastecerse de alimentos e intentar, en algunos casos, comercializar algún producto de manera ambulante, no es un capricho por querer salir a exponer el cuerpo a las calles, representa una necesidad de intercambio monetario para seguir subsistiendo.

¿Qué es lo que está por venir? ¿Será cierto que los contagios ya llegaron a su pico más alto? ¿Será que ya estamos escuchando a lo lejos ese “huayno” tan ansiado?

¿Cómo pedirle a la población que no salga al mercado todos los días si la mitad del Perú no cuenta con refrigeradora?

¿Cómo exigirles a los beneficiados de los bonos del Estado que no atiborren las sedes del Banco de la Nación si la gran mayoría no tiene una cuenta corriente ni tarjetas de otros bancos?

Conforme van pasando los días, las cifras son más desalentadoras y en cada hogar se reza por no ser parte de ese número mortal. A medida que se van recortando las restricciones, el peruano va colocando el cuerpo con miedo, pero con decisión.

A cada día que pasa, nos vamos reinventando formas de relacionarnos. La pedagogía de las calles es cruda, pero sincera.

Cuando se tiene que hacer colas largas para poder entrar al mercado para hacer las compras diarias o semanales, según sea el caso, el cuerpo espera y mientras avanza un metro a cada 10 minutos, los ojos observan, se detienen en el del costado, sin hablarse, con cierto miedo, escudriñando a los demás transeúntes en una mirada de duda.

Las calles son las mismas, nosotros ya no. Las conversaciones a media vereda, la broma y el regateo por la yapa han desaparecido, los chismes de esquina y los grupitos al pie de la pista se han eclipsado. Los rituales del cuerpo han sido intervenidos por el nuevo virus y por el Estado. 

Centenares de fallecidos apagaron sus ojos anhelando ver por última vez a sus seres más queridos, mientras que a los deudos solo les ha quedado un dolor irreparable por no haber podido velar los restos y despedirse.

Sin duda, este “huayno” es el más difícil y doloroso que nos ha tocado bailar, porque lo que corresponde ahora es el construir un nuevo ritual del cuerpo.

La única forma en la que se me ocurre volver al mundo es creando “todos” un nuevo sentido común. Esto no es un simulacro del fin, es el fin.

Representa el inicio de “la era del cuerpo”, en donde se hace visible nuestra fragilidad corporal y la necesidad de ocupar un lugar en el espacio en armonía y con respeto por la Madre Tierra.