Escribe Juan Manuel Sosa

Seguramente ya están enterados del proyecto de Ley que propone establecer el “Día Nacional de la Oración” como un día “de clamor a Dios” para “bendecir a nuestra Nación”, a “nuestras autoridades” y a “la familia que es la organización más importante de nuestra sociedad”.

Además del lado inconstitucional del proyecto (es un caso claro de transgresión del principio de Estado laico, pues se pretende regular sobre un ámbito personal/espiritual, como es “clamar” a una deidad y pedirle su “bendición”), hay una parte de este que linda con lo criminal: en pleno periodo de cuarentena, con los miles de muertos que se cuentan diariamente en el mundo, el proyecto le exige a las autoridades “respaldar” sus procesiones y celebraciones en espacios públicos y privados, a lo largo del territorio nacional.

Por cierto, a propósito de este proyecto, aprovecho para comentarles que, en medio de esta difícil coyuntura, estaba pasando desapercibida una interesante sentencia del Tribunal Constitucional, que se publicó el último día de labores presenciales (13 de marzo de 2020), y que se refiere precisamente a las relaciones entre Estado e iglesia. Se trata de la STC 00061-2013-AA (acumulada con la STC 02435-2013-AA) y que la pueden consultar aquí: https://tc.gob.pe/jurisprudencia/2020/00061-2013-AA.pdf

En la sentencia se ha buscado delimitar y precisar nuestra forma de Estado laico (tal como se hizo antes, por ejemplo, con nuestra forma de Gobierno, en la STC 00006-2018-AI), precisando para ello los contornos constitucionales de la relación entre iglesia y Estado.

La sentencia fue suscrita por cuatro magistrados y viene acompañada, además, por un voto singular del magistrado Espinosa-Saldaña, al que se suman los magistrados Ledesma Narváez y Ramos Núñez (es decir, se trata de un caso de cuatro votos contra tres). El asunto litigioso requería que se evalúe la constitucionalidad o no de la Ley 29602, que establecía al Señor de los Milagros como “patrono de la espiritualidad religiosa católica” y como “símbolo de religiosidad”.

Ambos textos (sentencia y voto singular) coinciden en que nuestro Estado laico se rige básicamente por tres principios: de separación entre Estado e iglesia (el Estado no puede tener injerencia o atribuirse funciones vinculadas con el mundo espiritual o religioso), de neutralidad (abstención o indiferencia del Estado frente a la materia religiosa) y de imparcialidad (trato basado en la equidad, con igual deferencia y consideración para las diversas creencias). Además, se especifica que las relaciones de interacción y colaboración por parte del Estado respecto a lo religioso –en el marco del principio de separación Estado-iglesia– se rigen por tres subprincipios: de protección razonable (el Estado protege a lo religioso dentro la esfera privada), de auxilio razonable (implica cierta ayuda a lo religioso en el ámbito público, pero sin afectar a terceros) y de respeto imparcial (respeto por igual de las diversas convicciones en materia religiosa, sin importar el número de creyentes). También hay una coincidencia en considerar que la laicidad estatal forma parte de la dimensión objetiva de la libertad religiosa, pues se relaciona con el principio de no constreñimiento.

La sentencia admite con toda claridad que la laicidad estatal implica que el Estado no puede inmiscuirse en lo religioso (ff. jj. 30 y 31), y que toda intervención estatal que tenga relación con contenidos religiosos solo se encuentra constitucionalmente justificada si el propósito laico (es decir, el cultural, el no religioso) prima sobre el religioso (ff. jj. 51-56, en especial 59-60). Sin embargo, en un giro argumentativo notorio, la sentencia finalmente no encuentra inconstitucional que la ley declare al Señor de los Milagros “Patrono de la Espiritualidad Religiosa Católica del Perú y símbolo de religiosidad y sentimiento popular”, considerando que, así como dicha medida fue aprobada, luego podría ser derogada (dicha argumentación no tiene relación con el principio de laicidad, sino con el principio democrático); asimismo, que la sola regulación (de este asunto evidentemente religioso) no lesiona la libertad religiosa de las demás personas, en la medida que ellas no son obligadas a participar en las celebraciones religiosas (así, se confunde el ámbito subjetivo y objetivo de la libertad religiosa, este último relacionado con el respeto a la laicidad estatal a decir del propio Tribunal).

En mi caso, recomiendo revisar el voto singular del magistrado Espinosa-Saldaña (apoyado finalmente por tres magistrados) y me adhiero a lo señalado allí. Además de los elementos en común ya señalados, este voto hace referencia a los principios que rigen la esfera y los espacios públicos en torno a la materia religiosa: el principio de neutralidad original de lo público (o de inicio neutral) y el principio de valor público de la moral religiosa (o de razón pública), los cuales se relacionan y son congruentes con los principios de neutralidad e imparcialidad (f. j. 34). Asimismo, se formulan algunos criterios o argumentos tópicos que, con base en los principios antes indicados, permiten analizar más fácilmente la conformidad constitucional de la presencia de símbolos o elementos religiosos en espacios públicos (f. j. 35): valoración con la “pared en blanco”, valoración de la “cruz invertida” y valoración de la “pared llena”. Como podrá apreciarse, estos criterios, además de proporcionar pautas prácticas, favorecen el respeto de las concepciones y manifestaciones de las diversas religiones o creencias, sin imponer alguna de ellas y sin faltarles el respeto a otras.

Como es evidente, a partir de los principios de separación (el Estado no puede legislar sobre lo religioso), de neutralidad (el Estado no puede tomar partido a favor de alguna religión) y de imparcialidad (el Estado debe respetar a todas las confesiones), el voto singular finalmente considera que la demanda debe declararse fundada.